domingo, 5 de diciembre de 2010

DOMINGO, A LAS TRES EN PUNTO


La noticia comunicada por una compañera de trabajo mediante un correo electrónico, primero me produjo un sobresalto, seguido con una sensación aún indescriptible. No digo incredulidad, porque en mi interior siempre supe que más temprano que tarde tendría que enfrentarme a la noticia.

“Murió don Enrique Laguerre”, leía.

A medida que pasaban los minutos, esa sensación fue transformándose de la aceptación a la reflexión y de ahí a la satisfacción de saber que quien moría, además de dejar tras de sí una huella innegable en la literatura de este país, me dejó en lo personal como herencia la satisfacción de haberle servido.

A medida que escribo estas líneas, me surgen a raudales los recuerdos de Laguerre que, como muchos de nosotros, datan de mis años de escuela superior en la Manuela Toro –en Caguas- cuando mi maestra Ana Ramos nos asignó leer su obra cumbre “La Llamarada”.

Pero hoy no hablaré del literato. De eso se encargarán otros. Sino de don Enrique, el crítico social, el que me dejó conocerle aún más en nuestras extensas conversaciones telefónicas, en las que le servía a modo de sus manos para que pudieran ser publicados comentarios editoriales en la prensa local, una relación que fue fortaleciendo por los pasados tres años, domingo tras domingo, a las tres en punto de la tarde.

Anteriormente, a sus más de 90 años, don Enrique enviaba al periódico El Vocero sus columnas escritas a mano, en paquetes de cuatro o cinco colaboraciones, escritas en papeles sin líneas que dejaban al descubierto la curvatura –unas veces ascendente, otras descendentes- propia de una persona a la que sólo le quedaba un asomo del don de la vista. Como Editor de Opinión, yo estaba a cargo del recibo de sus trabajos.

Sin embargo, esas colaboraciones se interrumpieron por un breve período hace tres años a raiz de que un accidente casero que tuvo, una caída que a sus 97 años en ese entonces, y ciego, lo dejó con incapacidad para escribir.

Al conocer del hecho, semanas más tarde, reflexionaba en casa sobre lo injusto que sería que su palabra escrita tuviera que silenciarse y le llamé para proponerle llegar una hora antes a mi trabajo y tomar el dictado de sus colaboraciones. Se alegró mucho, supongo que sorprendido del ofrecimiento. A tal grado fue que en una ingenua reacción me propuso pagarme por ello, lo que naturalmente no acepté por ética personal y por ética periodística. El honor que me confería al aceptar mi propuesta y la satisfacción que poder servirle para escribir en sus últimos años de vida han sido mi mayor recompensa.

Al principio, sinceramente, temí sobre las consecuencias de mi propuesta en la cargada rutina de trabajo. Pero era parte de mi labor como editor de columnas editoriales, y sin encomendarme a nadie, comenzamos la tarea.

Sólo los compañeros más íntimos de la redacción conocían de esto e, incluso, son muchos los que se enteran ahora por las circunstancias de su muerte. Traté de hacerlo en la mayor confidencialidad, porque todo fue el resultado de un ofrecimiento íntímo y personal al escritor.

 

Aún recuerdo mi asombro cuando en poco más de una hora terminamos el dictado de aquella primera columna y ante la fluidez de sus palabras y claridad de pensamiento, le pregunté si el tenía un esquema escrito. Me respondió que hacía un bosquejo mental del tema y sólo apoyado en eso me dictaba. Esa claridad de pensamiento le permitía en ocasiones hacer varios escritos en serie sobre un mismo tema, -que hilvanaba domingo tras domingo- recordar datos precisos de fechas, lugares y personas y mantener la línea de pensamiento expresada en columnas anteriores.


El trato estaba hecho.


En adelante, como un ritual, la cita se fue repitiendo semana tras semana, domingo tras domingo, a las tres en punto, so pena de una llamada de su parte, poco más tarde de esa hora si me retrasaba tan sólo unos minutos. Y como un ritual, además, llegada la hora me retiraba a una oficina apartada de todo ruido externo que le molestara, con el fin de que pudiera concentrarse en sus planteamientos. En ese momento, nada de otras llamadas, reclamos o interrupciones de trabajo.


Sólo una vez tuvo que faltar a nuestra cita por razón de un virus que le aquejó, pues ni aún a sus citas a otros lugares a esa hora, como unos recientes viajes a su natal Moca o a Cayey, le permitían faltar a nuestros encuentros telefónicos.

"El honor que me confería al aceptar mi propuesta y la satisfacción que poder servirle para escribir en sus últimos años de vida han sido mi mayor recompensa."
Era una conversación que se extendía por hora y media, en la cual don Enrique no cesaba de sorprenderme con su claridad de pensamiento y con su conocimiento cabal del debate diario de la política actual, la realidad económica y las luchas sociales.


Tras tomar dictado, me pedía que releyera el escrito y le gustaba que lo hiciera con naturalidad, como si estuviera hablándole.


Siempre valoré que un escritor de su calibre, sin duda el mejor novelista que ha tenido el País y nominado para un Premio Nobel en Literatura, me preguntara religiosamente mi opinión sobre el escrito. Y escuchaba mi opinión en silencio. Me hacía sentir que la valoraba. Ajustados los últimos detalles, entonces hablábamos sobre temas cotidianos, cosas de este pueblo que como él me dijo hace un par de semanas “se morirá de nada”.


Fiel defensor de la lucha ambiental, me decía que quería dejar claro su llamado firme y urgente a velar por una mejor planificación urbana. En sus columnas también criticó duramente la pasividad del gobierno ante la proliferación de edificaciones como las que nos privan de un paseo con vista al mar en la zona turística de San Juan. Evadía mencionar nombres pues, según él, no hacía falta. Pero sin entrar en ataques, no le faltó además la crítica a la politiquería que nos ahoga. Me atrevería a decir que murió triste y defraudado por esto.


Estaba al tanto del más mínimo acontecimiento, pues según me contaba, era un fiel oyente de los programas radiales de discusión diaria. Diariamente, en las mañanas, esa era su ventana al mundo que le nutría sus ideas para sus trabajos editoriales.


Y finalmente, con un “muchas gracias, Carlos” de su parte y un “mucha salud, don Enrique” de mi parte, terminaba ésa, su lección magistral semanal, privilegio que por mi parte agradecía a Dios en mis oraciones.


Hace escasamente dos meses, don Enrique me dio una grata sorpresa cuando me hizo llegar a la redacción del periódico una colección de toda su obra literaria, dedicados cada uno de sus libros con un breve mensaje de afecto. Se tomó el tiempo y tuvo la delicadeza de redactar una pequeña dedicatoria, distinta, en cada uno de ellos.


En un par de días regreso a mi rutina de trabajo, después de un breve descanso de dos semanas y seguramente extrañaré nuestra puntual cita: el ritual de domingo, a las tres en punto.


Fue un privilegio haberle servido, don Enrique. Se lleva en su equipaje la satisfacción del deber cumplido. Nos deja su palabra y un llamado a la reflexión de hacia dónde vamos como pueblo. Y de mi parte, gracias por permitirme el honor de ser sus manos, un honor que llevé siempre como una encomienda del Todopoderoso, que seguramente hoy le recibe en el Reino de los Cielos.


San Juan de Puerto Rico
A 16 de junio de 2005


© Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010

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