jueves, 16 de diciembre de 2010

EL VILLANO DE LA PELICULA

Se viró la tortilla.

Como saben,  cuando termino una historia, la anuncio  citando en mi espacio de comentario en mi perfil una de las líneas que incitan a la curiosidad del lector. Mi último escrito es anunciado en mi perfil con este comentario: “Se busca mujer sola para convivir. Se ofrece casa, etc.” Los que han leído la historia, saben que es copia textual  de un anuncio que se alude en la trama. En esas palabrerías que titulo ‘Retratos en el Tapón de las Seis’  hablo de este señor que pone el susodicho anuncio en las  ventanillas de su carro.

A que no saben qué. Ahora resulta que yo soy el carifresco y desesperado. Mi esposa estaba a mi lado y fue testigo de mi sorpresa cuando leí un mensaje dejado en mi buzón privado de una señora residente de South Carolina. Evidentemente, no oprimió el link que lleva a la historia, por lo que me escribe y les leo a ustedes:  

“Hola Carlos. Espero este bien. Cuénteme donde vive. La nota de que busca mujer para compartir, es usted u otra persona? Déjeme saber. Gracias. Su nueva amiga, (nombre omitido)."

¿Por qué a mí?. Así no era. No juego. Como diría Rubén Blades: “Yo no sé si soy yo, o el mundo que está al revés”.


© Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010

domingo, 12 de diciembre de 2010

RETRATOS EN EL 'TAPON' DE LAS SEIS

Son la seis y el tapón está tranca’o, endiabla’o. Lo que se dice: enco… cora’o.

Asomo la cabeza para ver qué se ve allá alante. Es antes de la luz, después fluye el tráfico. Al menos parece que el tapón es corto, pero las maldiciones, los gestos de impaciencia  y los bocinazos lo hacen verse sabroso.

Qué pasa allá alante. Que el semáforo no tiene luz. O, si se puede decir así, tiene luz negra, que alguna vez fue verde de la que alegra, o amarilla de la que incita, o roja de la que se come….

Mira a ver qué se ve... !Que se jorobó la pita! Que el semáforo no funciona, como no funciona el país, como no funciona el gobierno, como no funciono yo con hambre. Hambre de las seis de la tarde.

Se avanza de a poco… Acelerador, freno, acelerador.

Me entretengo mirando para los lados para matar el ocio que me mata. A mi derecha, un chamaco con cara de “me llevo al mundo por delante”, se impacienta reclinado en el asiento. Más tira’o que ya tú sabes, en ese asiento que es caucho de urgencia para el “kuiki” con una “gata” en noche de fin de semana. Lleva recorte corto de “caco” en perfecto cuadre arriba de la frente y un rabito rubio, de esos que enervan la sangre y que dan deseos de coger una tijera y… 

Coincidimos carro a carro frente a la escuela, la que seguramente está a punto de desertar, si ya no lo ha hecho, vaciando sus bolsillos llenos de "D" y "F" y llenándolos del dinero fácil.

Me observa con gesto de “qué miras” mientras al compás de la música (¿dije, música?) mueve el cuello pa’lante y pa’trás, pa’lante y pa’trás, siguiéndole el ritmo al estruendoso bajo de la bocina montada en una caja de madera, puesta en donde alguna vez hubo un asiento trasero.  La estrecha carretera vibraba y los cristales de los negocios estaban a punto de resquebrajarse con el bommm, bommm, bummm….. bom, bom, bom, bom, bom, bummm… del maldito woofer.

Qué se ve allá alante. Qué se ve. Que una motora de la División de Tránsito pasa por el lado zigzagueando.


!Ahora sí que se fastidió esto!, me digo.  Si usted quiere montar un tapón bien monta'o, ponga un policía en la intersección. “Mira este condena’o lo que va a hacer. Pai, cómo te vas a meter si no cabes… que me vas a guayar el carro so canto ’e…”  La prieta de otro carro, de pecho abundante, con más cadenas que un estacionamiento y con actitud de “ay deja eso” casi se come al del Mitsubishi que se pasó los reclamos de la conductora por donde no le daba el sol.

Burda chicletómana la prieta parejera esa. Manía que le deja ver un diente de oro. Jamás vi un espécimen femenino con un diente de oro, que casi le hace juego con el arreglo de uñas de gusto vietnamita… Aquello sí que hacía que la espera del tapón valiera  la pena… Aquello, y el sombrero de Santa, que casi se le cae por la ventana al darle sin mirar atrás un manoplazo al nene con dientes "cómeme", que lloraba para salir del asiento protector, sancochado del calor. (Siempre me he preguntado cómo las mamás tienen esa puntería de dar sin mirar y nunca fallar el golpe…)



“‘Baja la palanca y endereza…’, escucho el son de moda que se repite en mi mente hace ratito.  Freno. Le doy pa’lante. Freno. Le doy pa’lante. Acelerador. Y de primera a neutro. Cloche, acelerador, cloche. 

Mira a ver qué se ve, qué se ve allá alante.

“Baja la palanca y endereza…”, escucho el son de moda que se repite en mi mente hace ratito.  Freno. Le doy pa’lante. Freno. Le doy pa’lante. Acelerador. Y de primera a neutro. Cloche, acelerador, cloche.

A la entrada de la barriada, entre el bar de mala muerte y la frutera, varios hombres aguantan la pared con la espalda y el pie, indiferentes al tráfico que pasa. Parroquianos le dicen, cerveza en una mano, la otra libre para el gesticuleo. Hasta acá escucho el eructo encocacolizado de uno de ellos, justo cuando paso por el lado. "!Puerco!", le dicen a coro, huyendo del hedor del ácido putrefacto que hace romper el corillo.
Ya estamos ahí, cerca del semáforo. Pero los del frente ajoran al guardia con los bocinazos y el agente, que no tiene dudas en demostrar que los tiene de chocolate, entonces lo coge suave y pretende hacer pasar de un sopetón por aquella intersección a la mitad del país que a esa hora va en tránsito de este a oeste. Vamos a ver quién manda aquí, nos dice en su mensaje el agente.

Para alivio del nene imprudente del asiento protector, la molleta del Toyotita con las ventanas abajo dirige su coraje hacia el guardia y no tiene reparos en vociferar a los cuatro vientos para defecarse, evacuarse, “hacer una criolla” en la madre que parió al policía, que –en eso le doy la razón a la prieta zafia- lo que ha hecho es cagarla bien  cagá.

Ese sol de las seis no es el de mediodía, que tampoco es cáscara de coco, pero el de la tarde ciega a cualquiera.

Qué se ve, qué se ve. Que si el guardia no escucha a la prieta, vamos a pasar en el próximo turno.

Fue justo en ese momento en que me percato que el carro del frente, tiene un libro grande abierto sobre el espaldar del asiento trasero. Con la Biblia hemos topado. Al pasarle por el lado, noto que tiene en cada una de las ventanas traseras unos rótulos de “Se Vende” con un mensaje escrito en el reverso blanco, que es el que expone a la vista de todos.

Qué diablos es lo que dice ahí… ¿Leí bien? No puede ser, que no puedo acercarme más y se aleja y me quedo con la duda…

Qué se ve, qué se ve. Un carajo que nada clarito es lo que se ve.

Pero si es lo que yo creo que leí en el cartel, conozco a alguna que otra que se canta soltera y buscando, que respondería al aviso.

Pero no, tengo que haber leído mal, porque ese libro abierto definitivamente no es una guía telefónica de esas gordas del área metro… y un religioso no va a escribir eso. Ni siquiera pagó por las cuatro líneas de clasificado en un periódico, sino que encima se pasea con su anuncio y deja ver su cara, la que nunca pude ver. Ese tipo es de “usted  y tenga” y si no es pastor al menos es de los que coge el micrófono  en la marquesina de la  hermana fundamentalista de la otra calle y sin encomendarse a nadie dispara versículos al aire a todos los decibeles del mundo, mientras uno está en la tranquilidad de su casa tratando de escuchar lo que tiene que decir La Comay. ¡Que ya no hay respeto, no señor!

Digo, si lo que leí fue lo que entendí, hay que ser bien carifresco… o estar desesperado. ¿Dónde está el recato, la compostura? Ay Señor, líbrame de tener que llegar a eso algún día…

Avanzo. Me le pego al carro del frente como si con eso pudiera enfocar mejor para corroborar. Vano esfuerzo. Sólo le veo el perfil de su cara desde mi perspectiva  diagonal trasera.

Es más, me ha dado ideas. Voy a comprar una cartulina y pegar en el cristal trasero de mi carro un cartel que lea: “Busco quien me regale un televisor con seis gafas 3D. Para detalles, llamar al… Y no importa la hora”.

El policía nos manda a avanzar y arrancamos.  No nos lo llevamos por el medio, por milagro de Dios.

El de woofer, le sacó el “deo”. La prieta casi me deja ciego con su diente refulgente cuando le mentó la madre al agente. Y yo, justo frente al guardia saco el brazo por la ventana le doy clic a la cámara del celular para retratar el cartel del cristal del carro del lado y … ¡Te tengo, quedaste exacto!  Y es que si no lo hago, no me lo van a creer. Era ahora o nunca, aunque me llevara al guardia arrolla’o.

El colmo del desesperado. Definitivamente, este país es la Changa Maximina.




© Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010

RAUL, EL BARBERO

“El barbero estará ausente por razones de salud. Disculpen los inconvenientes.” Leer aquel rótulo que tenía sobreimpuesto otro que leía: “Se renta este local preferiblemente para barbería”, fue como recibir un baño de agua fría.

Desde mis 5 años y hasta los otros días, me recortó Raúl Dieppa, el barbero. Su local de puertas abiertas en la esquina de las calles Betances y Padilla El Caribe era punto de reunión de tertulia de clientes. Con  tan privilegiada vista, desde allí también se divisaba el paso de deambulantes, los ‘locos’ del pueblo y algún que otro transeúnte conocido, de esos que se ‘pican’ con los ‘vellones’ que los sacaban ‘por el techo’.  (Para los de otras latitudes, explico, los que responden a cualquier comentario ‘indirecto’ que se le hacen con la intención de sacarlo de sus casillas).

Hasta mi último recorte allí hace un par de meses vi colgado en la pared un cartel de lo que alguna vez fue un almanaque con todos los presidentes de Estados Unidos hasta aquella época, alineados como si estuvieran en un anuario, y al centro la foto agrandada del Presidente Kennedy. Muy de actualidad.

Aquella barbería, con un gran espejo al fondo que en sus años de gloria tenía apuntado  en marcador negro en una de sus esquinas “Recortes a $1.25”, era el punto de tertulias por excelencia. Aquello parecía el entra y sale de personajes cómicos propio de un sainete teatral.

 Que me subieran de brazos hasta la silla ajustada para recortar a  los niños, era casi como alcanzar la cima del cielo.  Mientras me recortaban y me dejaban el “gallito” al frente embardunado con brillantina Halka (la del peinado perfecto), desde aquel sillín contemplaba en la calle el paso lento de “Siete Pisos” con sus perros realengos detrás, aquel deambulante que todo el pueblo conocía, pero por el que mi abuela me enseñó respeto y que había que llamarlo por su nombre: Cesar Rivera. 

Desde allí escuchaba cuando tras de mí, los barberos Raúl y su compañero Rubén “Ojo de Gato” llamaban para vacilarse otros personajes pintorescos de pueblo, como “Papito” y “Cascarita”, los  jaquetones de barrio; a Papo El Bobo, el gigante tartamudo del pueblo, de gran barriga y camiseta corta y paso enchancletado;  a Rafy, con su radio transistor a que le gritaban “Chíllala, Maruja!” para que chillara su paso que anunciaba con un silbido, a “Bonillita” el “esloquillao” que a pie ligero y sonrisa bonachona hacia los mandados de la Granja San José; al Americano, un deambulante que alguna vez fue un hombre fuerte, alto y colora’o, de ojos azules, tambaleante por el alcohol, siempre acompañado de su esposa, Inés Viña,  a quien recuerdo por sus ojos cansados y enrojecidos,  pelo corto recogido en pinches, mellada y con sus labios secos,  siempre vestida con una bata larga que le quedaba grande a su escuálido y maltrecho cuerpo marcado por su afección a la bebida y Elena La Loca, que ante su queja de “que caloooooor”  se abanicaba la bata y se paseaba en pelota por el medio de la calle.

Inolvidable el paso por allí de Chilson, el predicador. Un hombre bajito y de rostro serio, pantalón negro y camisa blanca enrollada. Sombrero de ala ancha y una Biblia grande bajo el brazo.  Allí estaba como Juan El Bautista predicando a las arenas del desierto, porque no lo cogían en serio. Chilson prendía de un maniguetazo ante los vellones que le pegaban barberos y clientes, quienes eran oídos sordos a sus apocalípticas profecías de que se acababa el mundo. Aquello se convertía en un dime y direte que terminaba cuando el predicador se iba “echando humo”, escena que se repetía en cada una de mis visitas a la barbería.

… Ah, y al final, como premio por dejar quieta la cabeza… ¡una paleta! Y es verdad, la barbería -con su colección de paquines, revistas de artistas y revistas Selecciones,  con la primera página arrancada- era la guardería por excelencia cuando las madres tenían que hacer las compras sabatinas...

Ya de adolescentes, la Barbería de Raúl era el punto de descanso en la peregrinación estudiantil a la plaza en donde buscábamos pasaje de regreso a las casas después de clases. Allí había una antigua   máquina de vender refrescos, con estrecha puerta en cristal en que se veían en acomodo vertical las botellas de Coca Cola, Uvitas Pal, Crush, Royal Crown, Santurce Cola y Dr. Pepper, que se abrían en un abridor que tenía la máquina y cuyas chapitas caían por una canal interna.


Hace unos años, al trabajar en un lugar cercano regresé a aquella esquina a recortarme. El local lo habían mudado al edificio anexo, en un espacio más pequeño, casi como un pasillo. Ahora con un solo asiento de recorte y tres sillas para la espera de clientes. Al poster de los presidentes de Estados Unidos, que aún estaba allí, se le unían en exhibición otras fotos familiares del barbero. Después de las indicaciones de recorte (“la #1 a los lados y #2 arriba”) se hizo un silencio. Yo, estudiando el lugar, la soledad de aquella barbería ausente de clientes, tan contrastantemente distinta a la de mi niñez. El, concentrado en el recorte.

“¿Tú eres Carlitos, el de Gin?, me soltó de momento mientras me recortaba, a lo que asentí con una mezcla de admiración por su memoria y sorpresa porque me recordara tras mas de tres decadas de ausencia. Tan pronto se rompió el hielo que da la distancia de los años y el hecho de que al uno ya no ser un niño y hacerse hombre, me preguntó: “Y ‘Malito’?”, refiriéndose a como él abreviaba el diminutivo del nombre de mi hermano Ismael, para dramatizar lo inquieto que era de niño.  Y así, hablábamos de la familia, de los locos del pueblo que ya no están, del progreso, la criminalidad, de lo mal que va el negocio “pero se vive…”, de Cristo y de su aceptación al Evangelio.

 El regreso de aquella tarde se convirtió en visita cotidiana cada dos meses… hasta esta semana cuando el rótulo que nada bueno presagia me avisó el fin de una relación de barbero y cliente que duró 45 años.  Pasé de la incredulidad a la pena y luego a la aceptación en un minuto. Proseguí el paso a otro local. A fin de cuentas la vida continua, el tendrá que velar por su salud pero hay que recortarse.   



“El regreso de aquella tarde se convirtió en visita cotidiana cada dos meses… hasta esta semana cuando el rótulo que nada bueno presagia me avisó el fin de una relación de barbero y cliente que duró 45 años.

No es tan fácil como parece. Escribo estas líneas porque se las debía a mi memoria. Y porque quería hacer llegar de alguna forma mi agradecimiento y admiración a Raúl El Barbero, por su respeto a los niños, por su sonrisa de siempre bajo el frondoso bigote, por la dignidad con que siempre brindó su servicio.  Esta semana, por primera vez, fui consciente de que el afecto por él iba más allá de que arreglara mis tres greñas. Había lealtad, precisamente porque eso se pierde en estos tiempos del “hair stylist” y del  “salon unisex”.

Dará trabajo ir a otra barbería. Lo puedo comparar con lo difícil que debe ser para la mujer buscar un nuevo ginecólogo en edad de plena menopausia.

Bueno Raúl, que te aprecio. Que te voy a extrañar en aquella esquina, como extraño a los míos que se adelantaron a tu paso. Pero ya está bueno de sentimentalismos, que tienes que cuidarte.

Pero dime Raúl, ¿quién ahora me va a recortar por ahí por $5? 


© Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010


DE 'SANGUIVIN' Y OTRAS PAVERAS

Mi primer recuerdo del Día de Acción de Gracias se remonta a cuando la maestra ponía una lámina de un pavo en la pared principal y en la puerta del salón. En esos días la maestra nos ponía a dibujar el susodicho pavo poniendo cada cual la mano abierta sobre una hoja de papel de examen, amarillenta y vieja, y pasando el lápiz por los contornos de la mano. La forma del dedo pulgar, era la cabeza del pavo y los cuatro dedos restantes formaban su plumaje. Hecho esto, lo que restaba era hacerle las patas y pintarlo de muchos colores….

Pero en aquellos tiempos de escuela elemental, la mayoría de nosotros jamás había visto uno, ni vivo ni mucho menos sobre la mesa del comedor. En el día de Acción de Gracias , como en todos los días, en casa se comía arroz y habichuelas con huevo frito, o algún pedazo de carne si mami recién había cobrado.

Con el regreso de mi padre a casa en mi adolescencia y las compras de supermercado en la base naval, en casa supimos lo que era un pavo, como Dios manda. Y si en algo mi padre era un ‘master’, era en adobar carnes y darle jugosidad al pavo más seco.

¿A quién no le ha pasado alguna barrabasada preparando la cena de Acción de Gracias? Hace un tiempo mi hermano invitó a toda la familia a su apartamento en el piso superior de un condominio. La vista hermosísima de la ciudad fue todo lo que comimos esa noche en que el pavo brilló por su ausencia. Sucede que le habían dado hasta las ocho de la noche para recoger el pavo de la panadería en donde lo horneaban. Se entretuvo hablando con toda la familia, alegre de vernos en su estrenado apartamento y cuando al fin fue, una hora antes del cierre, ya habían cerrado la panaderia con su pavo mandado a hornear. En otra ocasión, recuerdo vagamente estar ante un pavo al que hornearon con todo y la bolsa plástica adentro conteniendo sus órganos internos, según lo compraron en el supermercado. Supongo que el trauma fue tal que he borrado otros detalles de dónde fue que viví esa malograda cena.

Caso aparte era mi suegra, madrugadora empedernida, esmerada anfitriona pero sin la más mínima noción del tiempo, quien nos llamaba desde las nueve de la mañana para que fuéramos a comer, porque ya a esa hora tenía listo el pavo.

En casa, son mi esposa y mi hijo mayor los que tienen el arte de la cocina: no sé qué es mejor, si el pavo que hace mi esposa o el pollo relleno que hornea mi hijo. Si los sabores se pudieran describir en palabras… Ojalá pudiera describirlos. Sin embargo, hay ocasiones en que he preferido decir “Que mejor para celebrar el Día del Pavo que con un buen plato de lechón” y voy a Guavate a media mañana para llevar a casa un almuerzo pre-navideño, a tiempo para ver la transmisión del desfile de Macy's.

Nada como estar en casa un día de Acción de Gracias, sentir el aroma que sale del horno mientras veo el desfile, no por los globos -que todos los años es lo mismo-, sino por los extractos de los musicales de Broadway. Y al final, con la carroza de Santa Claus sentir que llegó oficialmente la Navidad.

Después de veinte años diciendo lo mismo, ya me da pena desilusionarlos. Y no puedo evitar decir a la familia, mientras estoy 'pegao' al televisor,  lo que se ha convertido en la letanía de cada día de Acción de Gracias: “El año que viene nos vamos pa’ Nueva York!”. Nunca lo hacemos, pero decirlo ya es tradición y esperan que lo diga.

La única vez que pudimos hacerlo fue al año siguiente del ataque a las torres gemelas. Como siempre, nuestra puntería para el ridículo es envidiable. Por cuestión de seguridad, tenían a un público seleccionado para ver el desfile y a nosotros, los trigueños de cejas pobladas y barba (como si yo pareciera árabe) con esposas malhumoradas y muchachos imprudentes, nos mantuvieron a raya en un perímetro de dos esquinas de la ruta del desfile… Lo más que pudimos ver fue la cabeza, el lomo y el rabo del globo rojo del perro Clifford a su paso por entre dos edificios a casi un kilómetro de distancia.


Como todos los años, en esta ocasión siempre habrá uno a la mesa que no espera por la oración ante la comida, esa que está ausente -como todos los días-, pero hay que decirla porque esa es la tradición.


Ese día rezaremos, guste o no a los desesperados. Y lo haremos en Acción de Gracias, como hacen los bebés  que dan gracias a la vida al llenar de aire sus pulmones con el llanto al momento de nacer… Y en familia daremos gracias por todo: por el privilegio de vivir, por estar juntos en la mesa y porque no hayan cerrado la panadería aun con el pavo adentro.



© Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010

EL GOL QUE NUNCA FUE

Sentí impulso de brincar y hasta de dar unos pasos de baile cuando mi hija me lo dijo, así como quien no quiere la cosa. Pero me contuve.

“Me voy a dar de baja de las clases de sóccer”, me respondió una noche, cuando esperaba por ella para llevarla a las prácticas, como últimamente hacía cada martes y jueves en la noche. Es que esos “entra y sale” de casa para cumplir con todos y con todo, ya me tenían "en un patín" hace tiempo.

Cuando en verano me habló de meterse a jugar soccer, sospeché de la genuidad de su deseo.  Ese último follón le dio justo después del Mundial. Semanas antes, se transmitió un partido de eliminatoria en España. Y allí, en primera fila en la sala de casa estaba ella, nerviosa, esperando el comienzo de la transmisión, tecleando mensajes telefónicos con las amigas.  Para la tribu y para mí aquello fue una novedad porque jamás de los jamases en casa habíamos visto un partido de cualquier deporte, menos de soccer. Y nos sentamos resignados siguiéndonos ‘la corriente’ unos a otros. Ahí supimos del Barza, de Messi, de Ronaldo. Tecleo. Esas piernas que parecen las columnas del Partenón de Grecia.  


En ese momento… zas!!!! Se fue la señal.  Como si se acabara el mundo. Hubo saltos, gritos, sobresaltos: “Pá, tú pagaste el cable!!!???”, me preguntó con mirada acusadora. “Estás seguro de que no fue aquí nada más!!!???”  Los tecleos  se hicieron más rápidos. “Es una falla general, pa’!!!”, me dijo después, confirmando sus temores. Hubo histeria en la sala. Tanto  fue el escarceo que le propuse llevarla a la plaza, en donde hay WiFi y evitar así que le diera un infarto por la desgracia de la falla técnica.

En tanto, la observaba tratando de descifrar de dónde le vino el interés. Nos sorprendió, porque en la línea materna y paterna  lo más deportivo que recuerdo fue jugar al burro (el rompe-espaldas), al pote o a esquina, en alguna glorieta de escuela. Por mi total desconocimiento de los deportes siempre fui el patito feo del grupo. A estas alturas de mi vida, pregono con orgullo mi absoluta ignorancia sobre cuestiones deportivas y jamás comprenderé la pasión de los hombres por darle a una bola con un palo y correr, o meter la bola en el aro y correr, o por patear una bola y correr. No tengo esos genes, punto.

Pero a lo que iba. Llegó el mes de agosto y con él, las clases, las idas y venidas al colegio, al trabajo, a las tutorías y  los viernes llevarlos al cine en el centro comercial  y a cuanto ‘pariseo’ se inventan los jóvenes de hoy en día.
Por eso, aquel huequito libre en mi itinerario de los martes y jueves en la noche le vino a ella como anillo al dedo. “Pa’ yo quiero apuntarme en soccer”, me dijo hace tan sólo un par de meses.   

En ese tiempo desde que comenzó sus prácticas hubiese querido ser el padre fanático, el tipo “cool”, el que más vocifera, el  “masquejo…” de los palcos… al que todos conocen. Pero no. Yo era el antisocial, el comemierda papá de la nena nueva,  que llegaba con actitud de resignación aún en uniforme de trabajo, con una pequeña computadora bajo el brazo, tratando de aprovechar el tiempo para escribir historias en algún lugar apartado en los palcos, entre los gritos trogloditas de padres que se empeñan en que su hija meta un gol, aunque se le salga la lengua en el intento.

Como se me hacía difícil distinguir a la mía de otras tantas con el mismo uniforme, me resigné a no mirar al terreno de juego. No es que fuera indiferente, porque cuántas veces no pensé pararme de allí y llevarle agua a la nena de papi que debía estar seca de la sed y de paso decirle a entrenador que no sea tan abusador, que si tiene coraje con la esposa que se desquite con ella, que ya llevan media hora corriendo alrededor de la cancha en el calentamiento… Pero mi hija me tenía la cartilla leida: “Pa’, no vayas a hacerme pasar una vergüenza”.

En estos pasados dos meses de práctica, tampoco le dije que me gustaba verla al final del partido, sudada, hecha una asquerosidad ambulante con su cabello rizado recogido, con los cachetes rojos, y el fango hasta las rodillas, como nunca la había visto. Pero llegábamos muertos a esa hora. De ahí, a bañarse y a estudiar tarde en la noche lo que había dejado pendiente. De no haber sido por lo cansado que también yo llegaba, le hubiese pegado la manguera en la marquesina. En uno de sus arranques de iniciativa, un día me encontré con que había lavado las bolas de fango que tenía por tenis en la pileta del laundry  interior, la que casi tapa al dejarla llena de toooda la grama del parque. A quién se le ocurre!   

En ese corto tiempo  hubiese querido verla en acción en un partido de esos en que cuando pierden los de uno se grita, se sufre, se reza y los padres se halan las greñas, y que cuando están ganando te levantas para hacer la ola, tratas de seguir el coro de los pleneros y eres loco con mandar a buscar una alcapurria o un bacalaíto con un refresco, pero ni pa'l carajo uno va. Un partido como Dios manda. 


“Extrañaré verla con su uniforme, sonrosada y sudada y con su ensortijado pelo recogido en una cola de caballo. De ese momento fugaz en las canchas de sóccer sólo queda una bola bajo la escalera interior de la casa.”

Pero ni eso tan siquiera. La única vez que intenté verla en un juego coincidió con una actividad impostergable de mi hijo, el mayor, y me pasé aquel lluvioso sábado en la mañana cruzando en auto de extremo a extremo de la zona metro, tratando de cumplir con las actividades de ambos a la vez, para al final encontrarme con que habían confiscado el partido por la lluvia. Total, para al final encontrarme con la recriminación de "papi, no me viste meter un gol".

Lo del sóccer fue debut y despedida. Ella tendrá sus razones y no le voy a preguntar. Ya habrá ocasiones para jugar.  De por sí es mucha la presión de los estudios, estar en el Consejo de Estudiantes, aspirar a ser cheerleader, y mantener el promedio si quiere lograr su mejor jugada en las canchas de la vida y lograr su meta de llegar a Ciencias Médicas, proseguir su aspiración de graduarse de Harvard y ser cirujana cerebrovascular.   

Extrañaré verla con su uniforme, sonrosada y sudada y con su ensortijado pelo recogido en una cola de caballo. De ese momento fugaz en las canchas de sóccer sólo queda una bola bajo la escalera interior de la casa, el consuelo para mí de que ni la golpearon, ni se lastimó, ni la vi sacándole el dedo a alguna jugadora del equipo contrario. Gracias Señor, que me protegiste de eso!

Recordaba todo esto al ver las únicas imágenes que pude conservar de mi ‘Ronaldinha’ con su uniforme azul y amarillo en sus días de…  Ahora que lo digo: sería la posición de delantera o era defensa?  Yo qué sé! Lo que importa es que, para mí, era la jugadora más linda del mundo y la más premiada, la que lleva consigo todas las medallas. Esa de la foto, la del bronce en la piel, la plata en su sonrisa y un corazón que vale oro.   



© Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010

TODOS LOS DIAS SE TIRA UNO A LA CALLE...

Era mediodía.  El ataponamiento de vehículos en las calles reflejaba el calor sobre nosotros los peatones. Yo recorría  a pie un tramo de mi pueblo,  característico por  ser distrito de oficinas médicas. Por aquella encendida calle antillana iba Tembandumba de la Quimbamba y algún que otro paciente de mayor edad con alguna que otra “dolama”, de esos que en las salas de espera te buscan conversación para saber en dónde es que le duele a uno para contarle la vida y milagro de todos y cada uno de sus achaques.

Por eso no me extrañó ver en la calle a aquella señora que parecía buscar mi compasión con la mirada. Desde un lado de la acera me llamo: “Señor, por favor, ayúdeme…” Andaba con una niña que parecía ajena a lo que pasaba.

Yo iba con la prisa que da el hambre, camino a almorzar con un compañero de trabajo  a la mejor fonda del pueblo. Cruzo la calle entre los carros del tapón pueblerino y me le acerco a atender su reclamo. La señora, de algunos 70 años, pero de aspecto fuerte, me repitió su clamor. Recuerdo la pena en todo su rostro, en la expresión de sus ojos y su entrecejo fruncido. Una cara de pena como pocas veces se ve. Ahora que lo pienso, sobreactuada.

“Mire, es que me falta un pesito para  la guagua. Sólo un pesito, señor”. Mi amigo –suspicaz- guardó distancia, pero yo me adelanté y busqué en mis bolsillos. Si alguna duda me quedaba, en aquella fracción de segundo miré a la niña que llevaba del brazo, de algunos 12 o 13 años, extremadamente delgada, pelo rizo corto, con la mirada perdida, dientes sobresalientes y un hilillo de saliva que le bajaba entre los labios.  “Tenga. Un dólar y algo que tengo aquí en menudo… Que vaya bien”. “Gracias, que Dios se lo pague”, me dijo haciéndome creer que le había resuelto la situación.

Caminé varios pasos dejando la anciana y la niña tras de mí. Seguidamente me cruzo en la acera con unas empleadas uniformadas de alguna oficina cercana y le digo a mi amigo que no esperara por mí, pues alguna suspicacia me advertía de lo que iba a ser testigo.


Veo que la anciana volvió a tomar del brazo a la niña y se apresuró a acercarse a las jóvenes. En ese momento, desde la esquina, noté que la niña, de piernas huesudas, tenía dificultad al caminar y mucho más cuando  casi era arrastrada por la prisa de la señora, enajenada de lo que pasaba a su alrededor y  a las intenciones para lo que era usada, manipulada, utilizada como si fuera un anzuelo y no un ser humano con necesidades especiales.

A esa distancia, no escuchaba lo que la doña le  decía a las empleadas. Pero podía adivinar sus palabras. Más adelante repitió la escena con un transeúnte.

Y el aparente uso de aquella niña me dio un coraje que se me subió como una ola de calor a la cara. Por eso intento desahogarme en estas palabras. Si en ese par de minutos ya tenía el dinero para –no digo una guagua- un taxi, Dios sabrá desde cuándo había estado pidiendo con el mismo cuento. Ya no es el deambulante común el que pide “la pejeta”, el “lo que tenga por ahí” o “lo que usted pueda”. Aquella anciana fue clara en su reclamo: “un dólar” y encima de todo utilizaba de carnada a la niña, que no tenía fuerzas ni para espantarse una mosca de la cara.


“Aquella anciana fue clara en su reclamo: ‘un dólar’ y encima de todo utilizaba de carnada a la niña, que no tenía fuerzas ni para espantarse una mosca de la cara.


Me indigné y le grité a la vista de todo el mundo, desde el otro lado de la calle y ante aquellas empleadas le descubrí el rostro y su intención estafadora. No esperé reacciones. Dí media vuelta y seguí mi camino a la cafetería, a donde había adelantado sus pasos mi compañero de trabajo. No podía ocultar la indignación. A él le extrañó verme así y lo cogió a relajo porque no es mi temperamento. 

Media hora más tarde, en la ruta de regreso a la oficina, volvemos a ver la señora y la niña. Hubiese querido ver un policía para denunciar a la doña. No había uno por todo aquello. Pero de haberlo habido, hubiese sido diferente?

Sin inmutarse por la escena que le formé en plena calle, la doña seguía pidiendo su dólar para el pasaje. Si fuera sincera y me pidiera no uno, cinco dólares por una necesidad, si los tuviera de los daba. Supongo que cualquiera lo haría igual. Pero no así, a fuerza de engaño. Evidentemente la anciana era inmune a las reprimendas.

En la oficina, frente al almuerzo que me disponía a comer, la imagen de la niña me asaltaba el pensamiento. “Pero no se va a sentar a comerse eso?”, escuché tras de mí cuando dejé sobre el escritorio mi plato de comida aun sin sacar en la bolsa, busqué una cámara y salí de allí.

Me paré en una esquina buscando en las cuatro direcciones para pegarle la cámara a la cara de aquella abuela pidiona y denunciarla ante la prensa regional. Pero no la divisé. A esa hora estaría poniéndole cara de pena a otra persona, tan o más boba que yo.

Todos los días se tira uno a la calle y hoy me tocó a mí.

Mañana será otro día y tendré  que escoger entre dar la única peseta que me quede a una anciana que me evoque el recuerdo de mi madre pasando alguna necesidad o a un tecato que me diga “Mira, bro’, ayúdame con algo. Es mejor pedirte que robar, vi’te”.

 Y cuando llegue el momento, sólo le pido a Dios que el dolor ajeno no me sea indiferente, a que me ayude a no perder la compasión y  tomar la decisión correcta. 


© Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010