domingo, 12 de diciembre de 2010

RAUL, EL BARBERO

“El barbero estará ausente por razones de salud. Disculpen los inconvenientes.” Leer aquel rótulo que tenía sobreimpuesto otro que leía: “Se renta este local preferiblemente para barbería”, fue como recibir un baño de agua fría.

Desde mis 5 años y hasta los otros días, me recortó Raúl Dieppa, el barbero. Su local de puertas abiertas en la esquina de las calles Betances y Padilla El Caribe era punto de reunión de tertulia de clientes. Con  tan privilegiada vista, desde allí también se divisaba el paso de deambulantes, los ‘locos’ del pueblo y algún que otro transeúnte conocido, de esos que se ‘pican’ con los ‘vellones’ que los sacaban ‘por el techo’.  (Para los de otras latitudes, explico, los que responden a cualquier comentario ‘indirecto’ que se le hacen con la intención de sacarlo de sus casillas).

Hasta mi último recorte allí hace un par de meses vi colgado en la pared un cartel de lo que alguna vez fue un almanaque con todos los presidentes de Estados Unidos hasta aquella época, alineados como si estuvieran en un anuario, y al centro la foto agrandada del Presidente Kennedy. Muy de actualidad.

Aquella barbería, con un gran espejo al fondo que en sus años de gloria tenía apuntado  en marcador negro en una de sus esquinas “Recortes a $1.25”, era el punto de tertulias por excelencia. Aquello parecía el entra y sale de personajes cómicos propio de un sainete teatral.

 Que me subieran de brazos hasta la silla ajustada para recortar a  los niños, era casi como alcanzar la cima del cielo.  Mientras me recortaban y me dejaban el “gallito” al frente embardunado con brillantina Halka (la del peinado perfecto), desde aquel sillín contemplaba en la calle el paso lento de “Siete Pisos” con sus perros realengos detrás, aquel deambulante que todo el pueblo conocía, pero por el que mi abuela me enseñó respeto y que había que llamarlo por su nombre: Cesar Rivera. 

Desde allí escuchaba cuando tras de mí, los barberos Raúl y su compañero Rubén “Ojo de Gato” llamaban para vacilarse otros personajes pintorescos de pueblo, como “Papito” y “Cascarita”, los  jaquetones de barrio; a Papo El Bobo, el gigante tartamudo del pueblo, de gran barriga y camiseta corta y paso enchancletado;  a Rafy, con su radio transistor a que le gritaban “Chíllala, Maruja!” para que chillara su paso que anunciaba con un silbido, a “Bonillita” el “esloquillao” que a pie ligero y sonrisa bonachona hacia los mandados de la Granja San José; al Americano, un deambulante que alguna vez fue un hombre fuerte, alto y colora’o, de ojos azules, tambaleante por el alcohol, siempre acompañado de su esposa, Inés Viña,  a quien recuerdo por sus ojos cansados y enrojecidos,  pelo corto recogido en pinches, mellada y con sus labios secos,  siempre vestida con una bata larga que le quedaba grande a su escuálido y maltrecho cuerpo marcado por su afección a la bebida y Elena La Loca, que ante su queja de “que caloooooor”  se abanicaba la bata y se paseaba en pelota por el medio de la calle.

Inolvidable el paso por allí de Chilson, el predicador. Un hombre bajito y de rostro serio, pantalón negro y camisa blanca enrollada. Sombrero de ala ancha y una Biblia grande bajo el brazo.  Allí estaba como Juan El Bautista predicando a las arenas del desierto, porque no lo cogían en serio. Chilson prendía de un maniguetazo ante los vellones que le pegaban barberos y clientes, quienes eran oídos sordos a sus apocalípticas profecías de que se acababa el mundo. Aquello se convertía en un dime y direte que terminaba cuando el predicador se iba “echando humo”, escena que se repetía en cada una de mis visitas a la barbería.

… Ah, y al final, como premio por dejar quieta la cabeza… ¡una paleta! Y es verdad, la barbería -con su colección de paquines, revistas de artistas y revistas Selecciones,  con la primera página arrancada- era la guardería por excelencia cuando las madres tenían que hacer las compras sabatinas...

Ya de adolescentes, la Barbería de Raúl era el punto de descanso en la peregrinación estudiantil a la plaza en donde buscábamos pasaje de regreso a las casas después de clases. Allí había una antigua   máquina de vender refrescos, con estrecha puerta en cristal en que se veían en acomodo vertical las botellas de Coca Cola, Uvitas Pal, Crush, Royal Crown, Santurce Cola y Dr. Pepper, que se abrían en un abridor que tenía la máquina y cuyas chapitas caían por una canal interna.


Hace unos años, al trabajar en un lugar cercano regresé a aquella esquina a recortarme. El local lo habían mudado al edificio anexo, en un espacio más pequeño, casi como un pasillo. Ahora con un solo asiento de recorte y tres sillas para la espera de clientes. Al poster de los presidentes de Estados Unidos, que aún estaba allí, se le unían en exhibición otras fotos familiares del barbero. Después de las indicaciones de recorte (“la #1 a los lados y #2 arriba”) se hizo un silencio. Yo, estudiando el lugar, la soledad de aquella barbería ausente de clientes, tan contrastantemente distinta a la de mi niñez. El, concentrado en el recorte.

“¿Tú eres Carlitos, el de Gin?, me soltó de momento mientras me recortaba, a lo que asentí con una mezcla de admiración por su memoria y sorpresa porque me recordara tras mas de tres decadas de ausencia. Tan pronto se rompió el hielo que da la distancia de los años y el hecho de que al uno ya no ser un niño y hacerse hombre, me preguntó: “Y ‘Malito’?”, refiriéndose a como él abreviaba el diminutivo del nombre de mi hermano Ismael, para dramatizar lo inquieto que era de niño.  Y así, hablábamos de la familia, de los locos del pueblo que ya no están, del progreso, la criminalidad, de lo mal que va el negocio “pero se vive…”, de Cristo y de su aceptación al Evangelio.

 El regreso de aquella tarde se convirtió en visita cotidiana cada dos meses… hasta esta semana cuando el rótulo que nada bueno presagia me avisó el fin de una relación de barbero y cliente que duró 45 años.  Pasé de la incredulidad a la pena y luego a la aceptación en un minuto. Proseguí el paso a otro local. A fin de cuentas la vida continua, el tendrá que velar por su salud pero hay que recortarse.   



“El regreso de aquella tarde se convirtió en visita cotidiana cada dos meses… hasta esta semana cuando el rótulo que nada bueno presagia me avisó el fin de una relación de barbero y cliente que duró 45 años.

No es tan fácil como parece. Escribo estas líneas porque se las debía a mi memoria. Y porque quería hacer llegar de alguna forma mi agradecimiento y admiración a Raúl El Barbero, por su respeto a los niños, por su sonrisa de siempre bajo el frondoso bigote, por la dignidad con que siempre brindó su servicio.  Esta semana, por primera vez, fui consciente de que el afecto por él iba más allá de que arreglara mis tres greñas. Había lealtad, precisamente porque eso se pierde en estos tiempos del “hair stylist” y del  “salon unisex”.

Dará trabajo ir a otra barbería. Lo puedo comparar con lo difícil que debe ser para la mujer buscar un nuevo ginecólogo en edad de plena menopausia.

Bueno Raúl, que te aprecio. Que te voy a extrañar en aquella esquina, como extraño a los míos que se adelantaron a tu paso. Pero ya está bueno de sentimentalismos, que tienes que cuidarte.

Pero dime Raúl, ¿quién ahora me va a recortar por ahí por $5? 


© Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010


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