domingo, 12 de diciembre de 2010

AQUEL PRIMER 'FOTINGUITO'

El éxito  #1 del “hit parade” del cantaleteo semanal de mi hijo, el del medio, es:  “Pa’, cuándo me vas a llevar a sacar la licencia de aprendizaje”. 

Llevo meses diciéndole “la semana que viene”, lo sé. Y que el chicle estira hasta cierto punto, pero  me preocupa que –como siempre está en “Lalalandia”,  me llame para decirme que no recuerda dónde dejó el carro, o no se acuerde de poner el cambio en “parking”, o haya que separar una partida semanal para resolver cuando me diga:  “Pa’, se me quedaron las llaves pegadas…”

Mi padre, tan estricto para todo, no me dio permiso para la licencia de aprendizaje hasta los 19 años, que en aquel entonces  era la edad reglamentaria. Eso de darme el carro para sacarlo de la marquesina y concesiones como ésas, con él no funcionaba.  Así soy con los míos. Por eso es la prisa.  Y lo entiendo.


Como a todos los adolescentes, a los míos le encantan los carros. El grande habla de una Corveta, el del medio,  de un Lincoln. Casi na’. No es que me haya dicho que le compre el dichoso Lincoln, pero a cada rato me dice “a fulano le regalaron tal carro”, “a mengano le compraron uno usado…” Ha llegado a decirme: “Pa’, llévame a un ‘junker’. Buscamos uno barato y se arregla poco a poco…” Y pensar que hasta hace unos días nos decía: "Me taíste caííto 'e 'egalo" para luego colocar cientos -literalmente cientos- de carritos en fila por los muebles de la casa, sus carreteras imaginarias.

Leí esta semana  que ahora se pretende condicionar la otorgación de la licencia de conducir a que el estudiante tenga buenas notas. Eso me ha venido como anillo al dedo. Pero con tal de tener el dichoso carro, es capaz de sacar promedio de 4.00.

Cuando quise tener un carro, mi papá no movió un dedo. A lo más, me prestaba el suyo: un Volvo viejo, que no era precisamente el SR-5 que estaba de moda. Por eso cuando vi en los clasificados entre anuncios de Datsun B210, Pintos, Mavericks, Pacers, Yugos, Nissans y los Champs,  aquel Fastback modelo 1970 por $500, no lo pensé dos veces. Era una versión alargada de los Volkswagen. Sería mi primer carrito propio,  si lograba salvar tres inconvenientes: que no tenía los chavos completos, que había que ir a buscarlo en  lo último de esa “tierra de nadie” que se llama Monte Hatillo y que no sabía un cara’ de lo que era guiar ‘estándar’. Esto último me lo resolvió mi amiga, la que hoy es la Secretary of State, quien lo condujo hasta la marquesina de mi casa.

Aprendí a guiar aquel anafre a pujones, literalmente. De siete días de la semana, funcionaba cinco. Cuando no era una cosa, era la otra. El papá de mi novia  me ayudaba a empujarlo calle abajo, fatigado, pero satisfecho al menos de verme salir de la casa temprano en la noche.  



El carrito era feo como centella. Pero aun así, lo llegué a querer mucho, si a un carro se puede querer. Era lo más parecido al Volky que siempre he soñado.  Pero no puedo tapar el cielo con la mano. Quizás lo único que tenía de valor era su tablilla delantera, que leía “Mazda GLC”. Se la dejé por lástima, por aquello de darle con eso el caché que no tenía. Alguna vez fue amarillo, pero aquello era una pelota de moho, pintado a brocha por partes para emparejar el color de huevo jincho que tenía.  De la bocina, olvídese, mucho pedir.  El asiento del conductor no le bajaba, por lo que sólo tenía una entrada y salida al asiento trasero por el lado del pasajero.

Abría el baúl metiéndole el dedo al roto de donde se supone hubiera una cerradura. Los asientos habían perdido la guata  y uno sentía en los ‘cojines’, usted sabe,  la curvatura de los alambres. 

El único cristal del lado de los pasajeros que tienen los Volkswagen  a veces no cerraba. O no abría, según fuera el caso. Y para colmo, para evitar morir achicharrado había que ponerle una tabla bajo el asiento trasero, porque fueron varias las veces que el alambrado interior hizo contacto con los polos de la batería.

Como buen Volkswagen no contaba con aire acondicionado y tenía ese peculiar olor de los Volky, por lo que la pastilla bajo el asiento, con olor a puticlub, no podia faltar. Aquel ‘fastback’ era tan feo y tan inesperado en su comportamiento, que uno se levantaba todos los días sin saber qué iba a pasar. Pero aún así, hoy lo extraño.

Yo nunca he tenido suerte para eso de las celebraciones y los aniversarios. Quizás por eso, le tengo repelillo y me da un no sé qué  cuando se acerca una de esas fechas… Una vez, en alguna celebración especial, estaba indeciso si primero comprar el regalo de la ocasión o lavar el carro en el ‘car wash’ del mismo centro comercial, por aquello de tener reluciente el ‘bolillo’, como le llamaban. Tendría que ser especial, porque no lo lavé ese día con un poco de Rinso o Ajax. Me decidí por comprar el regalo primero, para aquello de salir de eso enseguida. A mala hora…



La pastilla bajo el asiento, con olor a puticlub, no podía faltar. Aquel ‘fastback’ era tan feo y tan inesperado en su comportamiento, que uno se levantaba todos los días sin saber qué iba a pasar. Pero aún así, hoy lo extraño.


Puse  el regalo en el asiento delantero del pasajero. Fui al car wash: “Son $3.99 por el lavado por fuera y encerado, míster.” Meto el carro en el túnel. No es que yo sea tacaño, que algo hay de eso, pero el muchacho  al ver que había cubierto con una alfombra peluda de baño  el roto del piso delantero  del carro, tuvo la delicadeza de no hablarme de servicio de aspiradora, no fuera que se le atragantara la máquina con la succión. 

Pues bien, lo puse en neutro, se activan los rieles automáticos y el carro empieza a  moverse solo.  Entonces me  percato de que  la ventana del pasajero estaba abierta y me inclino a cerrarla. Si un momento no era el propicio para que se atascara, ése era.  
El carro avanzaba lentamente por el túnel y empiezo a gritar: “Paaara esto, paaara estooo!”. Toco  la bocina aun sabiendo que no funcionaba. Y veo como los primeros chorritos mojaban  el cristal delantero. Entro en pánico. Entonces me percato del regalo, mojado, ensopado, entripado, en aquel asiento que se empezaba a llevar de espuma.



Menos mal que para algo fueron  buenos aquellos  asientos de vinil. Según te dejaban una quemadura en el fondillo cada vez que te sentabas al salir de la universidad,  con cualquier pañito se secaban.

Al tercer “Paaara estoooo!” el muchacho me escuchó y paró la maquina….   Y ahí estaba yo, entripa’o hasta el cuello, con la ropa “entripá”  y  el regalo entripa’o  en el asiento entripa’o  de mi entripado carro, al que se le salían las cáscaras de moho las contadas veces que lo metía en un “car wash” o pasaba de las 60 millas. De cómo me estropeó la salida de esa noche, no me pregunten. Borré cinta con eso.

En otra ocasión fuimos en grupo al cine. A estas alturas de mi vida lo hubiese olvidado, de no ser porque fue en el alargado Volky.  José Rafucci, compañero de  ‘jangueo’  de esa y otras más, iba en el asiento delantero y atrás iban Lourdes Morales y Magaly Monserrate, creo.  A  punto de bajarnos en el estacionamiento del centro comercial del cine, una de ellas dice: “Ay Dios, como que me pica algo bajo el traje”.  Aquel olor a quemado nos hizo salir del carro más rápido que ligero. Como decía la canción “los de alante corren mucho, las de atrás se quedaran”,  porque el asiento delantero no bajaba y dificultaba la salida de las muchachas.

No sé cómo, pero por la única salida que tenía el carro sacamos de un tirón el asiento humeante cuyos alambres interiores habían hecho contacto con el polo de la batería, lo que quemo la guata. Allí, en medio de aquel estacionamiento repleto de muchachería  que aún no decidía si ver “Gremlims”, “Terminator” o “Ghostbusters”, estábamos nosotros, como en un “pajama party”, saltando sobre el asiento chamuscado tirado en la calle, como si fuera un colchón.

Finalmente, terminé vendiéndole el carro por  $200 a un merenguero famoso en aquella época, el mismo que se comió “el queso que había en la mesa” y que se desapareció con el Volky,  quedándome a deber $100, que aún hoy, veintipico de años después, estoy esperando.

Uno le cuenta eso a los hijos y te dicen con cierta vergüenza: “Ay, papi….” Todos tuvimos ese primer carrito, el de las manchas de aceite en la marquesina y que servía de mata mosquitos con su grisáceo y asfixiante humentín.  Es más, el que no lo tuvo no vivió su adolescencia. En nuestros tiempos era lo que había y al paso que vamos, mucho tiempo pasará antes de que mis hijos tengan el Lincoln y la Corveta.

Ya quisiera tener aquel fotingo a ver si alguno de los míos, acostumbrado a estos tiempos de viaje seguro en auto con acondicionador de aire, me lo pide para ir a la escuela.  Es eso, mis hijos, o que les resuelva  como hicieron mis padres conmigo:

“Toma un dólar. Eso te da pa’ la guagua, la empanadilla de pizza y el ‘frozen’… y me traes la vuelta”.  




© Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010

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