martes, 18 de enero de 2011

LA CASA.... Y MI HOGAR

Siempre pasa lo mismo. Cuando el Departamento de Sugerencias Vacacionales de mi casa dictamina “okei, nos vamos pa’ Disney”, digo secamente  “paso”. Conmigo no cuenten.

Hace 23 años, pasé mi luna de miel allí. Pero la jefa de ese Departamento, que casualmente es mi esposa, se hizo fan y a los seis meses regresó y cinco meses después hizo lo mismo y pare usted de contar…

Tres veces, pasa. Diez, pesa, pero cuando ya vas por los veinte, ... ññooo!!! Los viajes se repitieron muy seguidamente pasando al día de hoy los veintitantos, ya sea por vacaciones, porque nos mandaban a una encomienda del  trabajo y por la mala suerte (que puntería) de alguna vez ganar un concurso de un viaje a que no saben a dónde.

He perdido la cuenta, pero hoy el “score” debe estar 25-1, sin contar con el viaje a Miami, una excusa para ir a parar a Orlando y por la vez que se nos ocurrió ir a Nueva York justo después de 9/11. Digo: “se nos ocurrió”, porque estaba casi sitiado y entre las medidas de seguridad y las atracciones cerradas no fue mucho lo que pudimos disfrutar. Si hubiesen escogido otros destinos vacacionales ya le hubiéramos dado la vuelta al mundo, he dicho siempre y me reafirmo. Dicho en tres palabras: Disney me apesta. Por eso cuando dicen inventar viajes, prefiero quedarme a pesar de los reclamos de “tú siempre me haces lo mismo”.  

Oportunidad única esa para dejar a la jefa con la espinita: “Dime cuándo vienes porque voy a planificar en casa la fiesta del clavito…” (todo el mundo deja la ropa en el clavito de la puerta de entrada).  Claro,  eso es de la boca pa’fuera…. Pero suena chévere decirlo.

La última vez que boicoteé el viaje familiar, se dio la casualidad de que se fue el agua en casa por casi una semana, justo cuando había planificado estar solo para dar unos retoques de pintura y hacer una limpieza a manguerazo limpio. Siempre sospeché el sabotaje. Como si fuera poco, en esos días me tumbó una gripe con fiebre de la llamada “rompehuesos”.

O sea, que ahí se fueron por la borda esos días perfectos que iba a pasar, con el televisor sólo para mí, sin interrupciones, dormir a pata suelta –literalmente- en una cama toda para mí con las ventanas abiertas y sin el maldito acondicionador de aire, mantener el fregadero limpio y las toallas en su sitio, con la casa ‘huelerosa’ a Lestoil y disfrutar del silencio y de una  tranquilidad total.


Ya la tribu de casa es casi una atracción en Disney, así que mientras disfrutaban de sus dos semanas de popularidad, yo en casa, con cubo y mapo –como pude- hice la planificada limpieza y cuando las fuerzas me daban, avanzaba con la pintura. Hasta que una mañana no pude más  por lo mal que me sentía, me tiré rendido al sofá, sin percatarme de que tenía el pantalón pintado… y  salté como resorte para limpiar el sofá, antes de que la viajera llegara y se diera cuenta de aquella mancha blanca en el sofá marrón.

Uno se hace el macho en medio de la soledad, pero al cuarto día, ya no me olían ni las azucenas y en el silencio sepulcral de las paredes de la casa vacía escuchaba el “Pa” de los nenes que no estaban  o sentía el olor a comida caliente de la casa vecina, comenzaba a extrañar que alguien te arropara y hasta peleaba con nadie.  Además, por si fuera poco, se me salían por las orejas los hamburgers, Chicken Bakes y Pizza Rolls, cortesía de Costco y Sam’s. 

Entonces, los llamé. Ellos sabrían que tarde o temprano lo haría. “Voy pa’ allá. Va para casi una semana que se fue el agua y tengo una monga que me mata…” Cuando se extraña, uno tiene que tragarse las palabras. Son ellos contra uno, y ellos son un equipo que lleva las de ganar… a pesar de las veces que juro que será la última vez que voy a Disney…

Como juré la  vez anterior, cuando  los dejé frente a un puesto de renta de autos en el aeropuerto. “No se muevan de aquí”, les dije mientras me disponía a entregar al carro de alquiler. Cuando regresé no estaban. Y por más que busqué, no los encontré. Se asusta uno porque no se explica cómo unos seres tan notables a simple vista pueden esfumarse así como así. Nadie había visto a la señora cargada de motetes con el gordito del globo y los dos coches de bebé y las no sé cuántas maletas. Confieso que me dio pánico recordar a “Frantic”, una película de Harrison Ford que había visto recientemente, en donde casi en sus narices desaparece su familia en un viaje vacacional en Francia.

Entré en crisis. Me encontré a un policía en bicicleta. Maravillado porque era la primera vez que veía a un guardia ciclista, en mi inglés goleta le conté, le juré y le perjuré que los había dejado allí, frente a Hertz.  “My family… kapiche, flup!, esfumándose, disappear”. Sin siquiera inmutarse me hizo señas de “follow me”, al tiempo que comenzaba a peladear. Aquel tipo, o vio mi cuerpo de deportista tan en forma o quería hacerme entender por las malas mi pésimo sentido de dirección. Como si yo no lo supiera…   

Me hizo trotar detrás de su bici por las afueras de medio aeropuerto de Orlando. El muy cabr... úfalo, de lo más fresquecito y yo con mi mochila en la espalda, jadeante, con la lengua por fuera, casi sin respiración, con dolor en el costado y bañado en sudor, llegamos a otro puesto de Hertz en donde finalmente los encontré, al lado opuesto de donde creí haberlos dejado.



Por eso, no me extrañaba que este encuentro –el de ahora- haya sido ridículo -diría yo- y digno de ser filmado para una serie de comedia familiar. Sucede que en ese enorme aeropuerto logro divisar a los míos que venían a recibirme. Fue por casualidad, cuando miro por el pequeño hueco de la pared hacia afuera al estacionamiento del Aeropuerto, en un pasillo por el que voy pasando. Ellos se veían pequeños, ante la distancia que nos separaba. Les grito: "ESTOYYY AQUIIIIIII!!!!!", pero como no me ubicaban por la dirección de los gritos me contuve, para no formar con eso un escándalo mayor en aquel pasillo. No quería abonar a la fama que tenemos los latinos. Entonces, les llamo por celular.

“Los estoy viendo, pero no sé cómo llegar a donde están ustedes”.

“¿Dónde estás?”.

“En un pasillo y los veo por un roto en la pared, pero aquí la pared tiene muchos rotos y no te puedo decir cuál es. Arriba de  este hueco por el que te veo, hay un rótulo de Air Jamaica”, fue lo ultimo que dije antes de que se agotara la batería del celular.

“Christian te va a buscar. Quédate donde estás”, oí que gritaban desde el otro lado. “Saca la mano para ver dónde estás”.

“AAAAQQQQUIIIIíiiii”, grito con todas mis fuerzas, mientras agitaba la mano por la ventana y cogiéndome el riesgo de que los guardias –que hace rato miraban como pegaba la boca contra aquel hueco en la pared para gritar- me aplastaran contra el muro.  (Es que no sé por qué la gente insiste en que parezco árabe).

“No te muevas que veo a Christian ahora justo debajo de donde me dices…”, escucho a mi esposa, con un tono como si se tratara de un rescate de vida o muerte.  Afortunadamente me consiguieron antes de que nos arrestaran a todos por alteración a la paz o encándalo público. Ya saben lo que dicen de nosotros, lo de acá: que somos cosa mala!!!

Esa fue la escena que le faltó a la película National Lampoon’s American Vacation, de Chevy Chase o que bien puede ser la idea para un capítulo de Modern Family. No es lo mismo explicarlo que vivirlo. Pero si usted, lector que me honra,  ha estado preso en una cárcel federal y tiene familiares que le saludan desde la verja sin saber en qué celda está, sabrá de lo que le hablo.

Poco más tarde, llegamos al apartamento vacacional, donde me esperan dos tylenol para bajar la fiebre, y unas chuletas fritas ya preparadas con arroz y habichuelas. Aunque le conozco bien, Orlando no es mi ciudad. Y el apartamento, por más comodidades que tenga, tampoco era mi casa que nos esperaba limpia y olorosa.

Y aquí viene el resumen de toda esta historia: Allí estaba mi familia y con eso bastaba. Sentía su calorcito y se veían felices. Allí estaba mi hogar.