sábado, 11 de diciembre de 2010

EN EL PRINCIPIO ERA EL VERBO

Lo confieso: Estoy adicto a escribir.

Es como una piquiña que empieza con el revoloteo de las palabras en mi cabeza. En esta paranoia escucho voces. La misma vida me habla en susurros… una palabra, una frase, una oración… Más nada. Sólo la idea. “Ahí te la dejo, brega con eso”, me dice la Musa. Y luego el silencio.

Nunca escribí por el placer de hacerlo. Pero eso fue hasta recientemente, cuando el de allá arriba, ese que algunos dicen que esta pasa’o, me lo dijo: “Si quieres dar un giro a tu vida, escribe para ti”. Y es que ya son 26 años escribiendo para otros…

Esta afición de escribir me ha  afinado el sentido de la audición, la retentiva de lo que percibo con la vista, porque de cualquier lado puede salir la idea.

Papá Dios me lo había dicho antes, -lo de ponerme a escribir- usando a esas musas a las que sabe que más tarde que temprano les voy a hacer caso.

Fue por sus caminos misteriosos que vinieron las Musas. Siempre les admiré su capacidad de  moldear la palabra,  pero yo seguía ahí, sin mover un dedo. De adolescente, mi intuitiva amiga Noris, me dijo que ese era mi destino. Escudriñé cada entretejer de la palabra escrita de compañeras  como Gloria Borrás  y Mayra Montero, que a escondidas de Darío Carlo, nuestro viejo supervisor, redactaba su primera novela entre los editoriales de aquel periódico que tanto añoro. Admiro la narrativa de Ana Teresa Toro (Ana Teresa de las Letras, le digo yo), tan joven y con un inmenso talento para la redacción. Vi a mi amiga Stela Soto convertirse en novelista y me disfruto la chispa y la irreverencia de la colega Uka Green, que recién publica su libro.

Desde que recuerdo, siempre me fijé en los trazos de escritura. Me encantaba la letra de mi padre, que sólo tuvo un cuarto grado, pero la comparaba con la caligrafía de los antiguos constitucionalistas. Trataba de imitar su letra, teniendo sumo cuidado en cada trazo, viendo cómo deja su rastro la tinta en el papel. No evado halagar una  letra hermosa.

Me gusta sentir la textura del papel entre mis dedos, el sonido de una página al pasarla. Prefiero expresar el sentimiento a puño y letra, como lo hacían los amantes a la antigua. Soy de esa escuela.



Escribía cuando la circunstancia lo ameritaba. Comencé a notar que mi palabra lo mismo hacia reír a carcajadas, que llorar con un nudo en la garganta. Y que podía hacerlo a mi antojo. Pero si no es por la insistencia de Maricarmen, mi esposa, no lo tomo en serio. Nadie como ella para persuadirme.

La vida, te va diciendo el momento correcto. Ahora o nunca. Y fue hace dos meses. Al preparar este  portal al que llamé Hispano y Parlante, escribí la fecha: 26 de julio, y añadí “para tener idea del día en que comenzó todo”… Le llamé Hispano y Parlante porque quiero que esta palabra llegue a todos los latinos, que no tenga fronteras. Por eso en mis notas trato de no mencionar datos regionalistas que limiten la imaginación del lector.

A mis 23 años, en mi primer trabajo profesional, caminé por primera vez por los estrechos pasillos entre los rodillos de una prensa de periódico. Aquel olor a la tinta del papel húmedo de los primeros ejemplares de la edición,  siempre estará en mi memoria. Eso te embriaga. Después, no hay remedio.  



“Me gusta sentir la textura del papel entre mis dedos, el sonido de una página al pasarla. Prefiero expresar el sentimiento a puño y letra, como lo hacían los amantes a la antigua.”



Luego de haber salir vivo de tres redacciones de periódicos y una de revista comienzo a descubrir que más que ser un apóstol de la información, soy narrador de historias. Con la palabra, compañera inmutable, de cómplice.

“Pienso, luego escribo”, podría decir, como parafraseando la frase  “Cogito, ergo sum”, el “Pienso, luego existo”, del filósofo  Descartes. Las historias, como las canciones, viajan por el mundo y dejan de ser de uno mismo, para ser de quienes la cantan o la cuentan, según sea el caso.

Cuando comencé en esto hace dos meses, no tenía idea de lo lejos que llega la palabra a juzgar por el perfil de esos primeros 200 lectores que en estos primeros sesenta días me han dado su confianza, -alguno de lugares tan distantes como Vietnam, Italia y Canadá, Uruguay; otros, más cercanos, como el Caribe y de la comunidad latina en Estados Unidos.

Me honra cada comentario de “me reí”, o "como si fuera yo" o “lloré con lo que escribiste”. Cada rostro – los conocidos y los no conocidos-, cada mensaje a mi correo, cada elogio, me da nuevas fuerzas, y me hace entender que mis experiencias son las de otros, que no importa la distancia, nos une una misma sangre, un mismo idioma, unas mismas vivencias y circunstancias.  

Escribo y me lo debía, y se lo debía a ese Creador, a las musas y a la vida misma.  Y comienzo a entender que en mi vida, la palabra será camino hacia otras posibilidades, hasta ahora no imaginables. Te dice caso, Diosito y Tú obras por caminos misteriosos. Llegará el día en que me harás entender por qué escribo estas notas y miraré hacia atrás, a ese 26 de julio en que tomé en serio este don que dicen que tengo y pensaré: No ha sido en vano. 

© Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010

LA CURIOSIDAD, EL GATO Y EL 'MOUSE'

“¡Aaaanda paaallll… !!!! ¡Que cara’ es esto!!!!!”

Aquella exclamación en voz alta me salió del alma y se tuvo que haber escuchado en el vecindario cuando leí en mi perfil de Facebook: “A Carlos Rubén Rosario le gusta 'OMG! Look what happens when father catches daughter on her webcam'".   




El mensaje es lo de menos. La sugerente y seductora imagen en el recuadrito era lo que preocupaba. Y a esa hora, a juzgar como corre la información en el newsfeed del Facebook, ya medio mundo tenía que haber sabido lo que a mí supuestamente me gustaba, con foto incluida.

Me explico: un par de horas antes, curioseando por la web, veo el susodicho mensaje en el muro de la página de un compañero reportero gráfico. Usted sabe, menciona al padre, la hija, la webcam...  No me va a decir que la curiosidad no le pica a uno…  Digo, no quisiera yo estar jamás en la situación del pobre padre. Uno que tiene hijos adolescentes, se identifica y oprime el enlace para ver qué hay. Que recuerde, hasta ese momento, no vi imagen alguna. Sólo un mensaje de advertencia al fuerte contenido y todo ese  "bla, bla, bla" en cuanto a los menores de 18 años, etc., etc. Nada  decía de no abrirlo en horas de oficinas, pero no hizo falta. El mensaje me hizo desistir del intento. Deje a un lado la curiosidad y seguí mi rutina normal, haciendo mi trabajo en una página oficial de Facebook de la empresa para la que trabajo.

Por eso cuando a media mañana regresé a mi página de Facebook y saltó a mi vista aquel  “A Carlos Rubén Rosario le gusta…”  no me dio tiempo a pensar “pero si yo no apreté ningún botón”, porque la imagen del recuadro me gritaba: "Culpable, Culpable, Culpable. Ahora, mira a ver cómo resuelves."

Allí estaba la foto a la vista de todos, en mi sección de páginas favoritas el recuadrito. Un detalle del perfil de una nalga en pose sugerente y a media cacha un asomo de faldita, en cuadrados rojos, sugiriendo un uniforme escolar…  Caí en desesperación. Y cómo diablos saco eso de ahí….   Le pedí ayuda a Francisco Matos, un compañero de trabajo. Tampoco el encontró el botón de eliminar la página o el “ya no me gusta” para aminorar el daño hecho.  Gracias, por nada.

Francisco me consoló diciendo:  “Olvídese jefe, llame a su esposa y aguante lo que le diga, porque a esta hora todo el mundo tiene que haber recibido el mensaje con la fotito”. O sea, que había quedado como un depravado, un degenerado… Y para colmo, ni siquiera llegué a ver el contenido de  la condenada página.

Llamé a mi esposa, le conté mi situación y  le pregunté cómo sacar el recuadrito con la foto de mis páginas favoritas. Fue condescendiente conmigo. De esas amabilidades que confunden.  Lo único que me dijo fue: “Eso es un virus, o te están jackeando la computadora”. Me despacho rápido y me enganchó el teléfono. Vaya consuelo…   Hubiera preferido que al menos  mi esposa me dijera “eso te pasa por enfermo sexual”. Aunque no tuviese razón.


 Me dejó allí, así como así con la foto de la nalga que casi hablaba. Lo que me faltaba era buscar Lestoil para sacar aquel "sucio difícil" que se resistía a salir.

Aun hoy la página sigue ahí y mi compañero me pregunta al saludarme con cierta burla: "¿Y qué, jefe? ¿Fueron los federales anoche a su casa???"

Al menos tengo esta defensa:  “Señor juez, no mire la página del panticito que se asoma por la faldita. Fíjese en mis otras siete páginas favoritas: la de Gerardo’s Café, mi rinconcito de estar con mi esposa y amistades;  la del Instituto de Prensa, otras propias de amistades como la de Uka Green (Cuarenta y tantos), Carmen Dominicci, Carlos Merced: un boricua en el exilio y 787 NewsNetwork, que es un proyecto de mi hijo mayor de noticias en las redes sociales. ¿Usted no cree, su señoría, que una de esas cosas no va con las otras? De otra parte, ¿me ve cara de depredador, de sádico?  Míreme bien. Con honestidad, señor juez.”

No es la primera vez que mi nombre queda en entredicho en Facebook. Hace un tiempo, alguien posteó un video de YouTube con un extracto de un noticiario de la televisión española sobre un incendio. Usted sabe que los españoles no tienen pelos en la lengua y dicen las cosas como son: al pan, pan y al vino, vino. Al parecer desde chiquitos son así. En el vídeo, como decía, presentan la noticia de un incendio en un vecindario y de cómo un chavalito da la alerta del siniestro. Jolines!

Allá el pequeño, sin encomendarse a nadie muy cándidamente y con todas las zetas habidas y por haber, dijo ante la cámara: “Estaba cagando… y olía a humo. Me limpié el culo y corrí…”   Ya usted sabe. Lo demás, el cuento de cómo aquel fondillo inquieto salvó a las casas del  barrio de quedar achicharradas.

Pues bien, la candidez del niño me pareció graciosa y después de compartir el contenido del extracto del vídeo con mi esposa, hice mi primer intento de postear un video.  Inolvidable debut. Puse título al mensaje, busqué el encasillado que daba a escoger entre "amigos", "amigos y sus amigos" y "todos". Con un leve toque de botón oprimí “Todos”, muy feliz de romper la barrera de dinosaurio anti-tecnológico y ajeno a las consecuencias de mi acción.



“Allí estaba la foto a la vista de todos, en mi sección de páginas favoritas el recuadrito. Un detalle del perfil de una nalga en pose sugerente y a media cacha un asomo de faldita, en cuadrados rojos, sugiriendo un uniforme escolar…"

No supe de mi error hasta que fue demasiado tarde. Mi esposa fue la primera que se dio cuenta y en el desespero me ayudó a enviar un mensaje a mis amistades y a toda la humanidad para aclarar mi última tragicomedia. No podía creerlo.

A esa hora, Raymundo y to’ el mundo habrían sabido por el "newsfeed" de lo orgulloso que pregonaba por internet las intimidades de mi higiene inodorística. En el muro de todos estaba el recuadro de mi foto de profile  sin ningún mensaje adjunto. Nada. Todo en blanco. Excepto un pequeño detalle.

Yo, que odio ver cómo la gente cacarea en su status de internet todo lo que hace, me mostraba allí, como el campeón de la indiscreción. Mi foto de profile no daba pie al equívoco. Justo al  lado sólo estaba el título del video que se suponía estuviera adjunto, con letra negra, negrísima, como si fuera mi status escrito con la mayor crudeza del mundo:  

"Estaba cagando y me limpié el culo".




Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010

HISTORIA DE HORROR DE UNA LUNA DE MIEL

Han pasado 22 septiembres, señor psiquiatra y siempre me pasa lo mismo. La pesadilla regresa a mi mente.

Sabrá usted: Tuvimos una boda fabulosa, pero le hice pasar la luna de miel en un motel.  Así como lo oye. No se ría doctor, que esto no es chiste. Nunca  pensé que  iba a llegar – no digo al primer aniversario- al primer mes, después de malograr, estropear, fastidiar para siempre la tan espera noche de bodas con mi ilusionada novia. La cagué, doctor, y no hay vuelta atrás.

Que cómo fue eso, me dice usted. Trataré de explicarle. Lo de que cómo es posible que haya llegado a 22 años de un matrimonio que comenzó con el pie izquierdo, no me lo pregunte. Es algo que no tiene explicación. 

Fue esa noche en la que se supone fuera nuestra luna de miel cuando le escuché decir algo que nunca había dicho en nuestro noviazgo. Y es que tenía razón cuando soltó aquel: “Coño chico, pero es que tú estas del carajo!!!”

No era para menos. Ya la cosa se veía venir desde que el cura advirtió que el único ‘break’ (bueno, no dijo exactamente esa palabra) de celebrar la ceremonia era entre 4 a 5 de la tarde, porque antes y después tenía misa. Con esa actitud de  ‘brega con eso’ y harto de conocer historias de novias que llegan tarde a la iglesia, le dije al chofer del carro antiguo que le tenía de sorpresa que buscara a mi novia a las dos de la tarde. Usted sabe, para ir a la segura. Uno le paga a la gente, y siempre llega tarde.

Pues resulta que el chofer llegó puntual. Pero a esa hora, las dos de la tarde, mi novia estaría leyendo las instrucciones de es milagroso jabón dominicano Lemisol que le habrían recomendado cuando escuchó el claxon de aquel anafre negro en cuatro ruedas, cuyo sonido se quedó con la calle.  Mientras más se impacientaba el chofer, más duro sonaba el… cómo le dije. Sí, el claxon.  

No hay que negar que el chofer cumplió con su cometido. Mi novia llegó tan temprano que me ayudó a abrir las ventanas de la Iglesia. Le confieso que todavía a esa hora me sonreía. Aun ella era todo  “papito, dónde te pongo…” 



Yo no soy católico, sepa usted,  y cuando el cura me dijo días antes que podía reescribir lo que ellos le dicen en la ceremonia a los novios, me despaché con la cuchara grande, añadiendo aquí, quitando allá como la línea esa de “Hasta que la muerte nos separe”... Justo antes de la ceremonia le entregué el papel escrito a mano con lo que quería que nos dijera. Había prisa, la letra no estaba muy clara. Y en plena ceremonia aquel cura empezó a titubear porque no entendía lo que le escribí. Tiene que ver la película, señor psiquiatra. Yo le susurraba lo que tenía que decirnos, el repetía como el papagayo y mi ahora esposa ‘eslembá’ buscando su mejor ángulo de cara ante la cámara, sin atender un carajo lo que le decía el cura.

Para no dejar de cambiar hasta la marcha de órgano cambié para la impaciencia del sacerdote. Entramos con una danza de Danny Rivera y salimos con el “Por Siempre” de Glenn Monroig.

Como no me monté en el carro hasta que salimos de la boda, ahí fue que me di cuenta de que había metido las patas con el regalito sorpresa del Ford del ‘28. Ella no lo disimuló. Con ese calor pegajoso de las cinco de la tarde, traté de acomodarla con todo y su  vaporoso traje de novia en aquel monumento histórico motorizado, sin acondicionador de aire y los asientos húmedos apestosos a perro mojado. Aun así, doctor, el amor es ciego. Y reconozco que ella trato de ignorar el mal rato que estaba pasando mientras se daba aire con un abanico de mano que encontró en el asiento y que leía: “Cortesía de la Funeraria De Windt. Hasta en una carreta de bueyes, hubiese estado más a gusto! Al menos así le daba brisa fresca.

Y eso, que no le he contado que allí se vieron por primera vez en mucho tiempo mi mamá y el papá de ella y fue que supimos que se gustaban en la escuela superior. Usted se imagina!!!! Mi esposa y yo por poco salimos hermanos!!!! Doctor, eso es hambre o sueño?



"Cuando ella me preguntó por las llaves del carro… usted sabe, cuando uno dice: ‘esto-no-me-puede-estar-pasando…’ Hubo un silencio que pareció de siglos. Su cara se transformó, doctor, y le confieso que sentí miedo.”


Sí, doctor, voy al grano… Mi esposa es chavona para sus cosas. Y ya casada no perdió tiempo. Al finalizar la recepción ella meó para marcar territorio, como los perros. No le hizo mucha gracia la idea de que las suegras se llevaran todos los regalos para guardarlos en lo que llegábamos de la luna de miel. Ella misma quiso llevarlos a nuestra casa nueva a media hora de allí, y de ahí seguiríamos para el hotel. Usted sabe, las mujeres son así. Aunque pensándolo bien, si no fuera tan maniática,  no estuviera contándole de este trauma que renace cada principio de septiembre.

Mire, esto fue lo que pasó. Como a  las 2:00 de la mañana dejamos los regalos en la nueva casa donde viviriamos. Éramos los primeros en estrenar casa en aquella sección de la urbanización. Y mucho menos, a esa hora no había un alma por todo aquello. Yo, que estaba como el cabro de Minga loco por irme al hotel, cerré la puerta  de la casa en el justo y preciso  momento cuando ella me preguntó por las llaves del carro. Usted sabe cuando uno dice: “esto-no-me-puede-estar-pasando…”  Hubo un silencio que pareció de siglos. Su cara se  transformó, doctor. Y le confieso que sentí miedo. Si llego a saber que se ponía así, no me caso.

Gracias a Dios que allí no había ni un poste encendido porque en aquella oscuridad, hubiese podido haber visto una calavera con vestido de novia. Como en las pesadillas doctor. Usted sabe. De esas que se acercan en un celaje, como en las películas de misterio.  

Mire, cuando se disipó la penumbra fue que pude ver por primera vez su rostro tornándose verde, como Linda Blair en El Exorcista y aquella calma nocturna se interrumpió cuando  su boca se abrió para gritar aquella frase que tantas veces he vuelto a escuchar: “Chiiiiiicooo, estás del caaarajo”. Usted disculpe la palabra, pero la cito como me lo dijo. Aquello le salió del alma, y supongo que ahí desahogó el chofer que la hizo ajorar en la casa, tener que abrir las ventanas de la iglesia, lo del cura perdido en la ceremonia, la humedad penetrante del “Forito” y sabe Dios si la frustración de no haberse casado con el flaco aquel que tenía de novio.  

Le confieso que en circunstancias así, a mí me da con reírme. Y a ella le fastidia mi reacción de cogerlo suave. Pero estábamos allí, literalmente varados en plena noche de boda, sin una herramienta para desarrajar la cerradura. En eso estuve a punto de romper la puerta trasera de cristal con un destornillador abandonado en la marquesina y decir a la constructora que fueron los títeres de por allí, que nunca aparecen cuando se les necesita. Total, no había testigos.  Menos mal que en su enojo, mi esposa -a punto ya de dejar de serlo- recordó  que tenía en la cartera copia de una llave de la ignición del vehículo.  

Salvado el percance y ella dispuesta a dar una segunda oportunidad (o ya era la tercera), nos fuimos a la zona hotelera del Condado y quedamos atrapados en la llamada “vuelta del pend…”. Perdone doctor. Usted sabe. No había forma de pagar un hotel allí.  Entre lo tarde que era, el mal rato y las altas tarifas por las cuatro horas que restaban de esa noche decidimos optar por algo más barato. Total, ya yo la había caga’o y la noche ya no estaba para romanticismos.

Como a las 3:00 a.m. buscábamos  algo más barato en Miramar. Pasamos por cuanto centro de ayuda psico-social había: La Riviera, el Black Angus, la Cabaña del Néctar Divino, el Lucky Seven, el Caribe y el Hawaiian Hut… Justo allí frente nos decidimos por el hotel que tantos nombres ha tenido: que si el Borinquen, el Darlington, Gran Bahía, el Clarion.... 

Tras tomar el boleto del estacionamiento, no fue sino hasta bajar la rampa del estacionamiento subterráneo que nos percatamos de que la salvadora llave de repuesto del carro no abría el baúl y allí estaban encerradas su cartera y las maletas!!!  Ay doctor, yo que creí que lo peor había pasado. Era la gota que colmó la copa de la paciencia de mi novia o esposa o asesina en potencia o viuda a punto de serlo. Ya a esa hora ni sabía.   

No valía la pena bajarse. Tenía dos opciones: o decir que volviéramos a la marquesina de la casa o resignarme a que me clavara en el corazón el destornillador que encontramos y que dejó entre los asientos.

Optamos por no bajarnos. Total, pa’ que. Al llegar a la caseta del guardia del estacionamiento, y con los nervios ya un poco caldeados, el boleto que yo había tomado sólo un par de minutos antes, no apareció. Busca aquí, busca allá, los bolsillos, el monedero..... “Tarifa completa, míster”, insistía el señor. Oiga, no sea listo, si nos acaba de ver entrar, caballero!!!

En ese momento, mi esposa aún sin estrenar, aquella mujer que me enamoró con su dulzura volvió a transfigurarse como si se le metiera algo malo por dentro y  desde el asiento del pasajero espetó el taco de su pie izquierdo en el acelerador al grito de un “me cagoooo en la madre, coñooo” e hizo que el carro sin control subiera cuesta arriba por el acceso, como alma que lleva el diablo, y se llevara consigo la tranca de la entrada.

Sin decir una palabra a estas alturas, sin ánimo ya para reírme de la ridícula situación y descartado el volver a la marquesina de la casa, la única alternativa digna era ir a la ruta motelera. Así de sencillo: o el motel o la casa de la suegras. Serían cerca de las 4:00 de la madrugada cuando comencé mi inspección de cuanto motel había. Me bajaba solo. Verificaba hasta debajo de los colchones. En uno llegué a ver restos de insectos bajo el matres. Y mi novia –que a esa hora no tenía ni rastro de blanca ni radiante- estaba hecha un mar de lágrimas en el carro, con aquel traje que le picaba hasta el alma. 

Sonará a sacrilegio, pero ya sé cómo se sentía San José buscando aposento con la Virgen María. Claro, mi María a esa hora estaba como si fuera virgen  y San José no cometió la barbarie de dejar sus llaves encerradas, pero la mente empieza a entretejer disparates y la mía en esas circunstancias siempre empieza a liberar su humor negro….

Una vez seleccionado el motel cuyo nombre y dirección borré de mi memoria, no hubo eso de que a la novia la llevaran en brazos a la cama. Me quedé dormido con la ropa puesta y justo cuando me rendí al sueño, fue poco lo que pude dormir  entre el fuerte olor a Lysol y el cantío de los gallos.

Al despertar, creí que comenzaba a ver mi vida desfilar ante mis ojos y era que me veía reflejado en el espejo del techo. Qué imagen doctor. En aquel espejo de techo con marco dorado mohoso me contemplaba yo, con ojeras que se veían a distancia y mi ropa estrujada. Podía meter en aquellas bolsas en mis ojos una compra de supermercado. Al lado, mi esposa, sin dormir,  lloriqueando a punto del asma.

Sin dormir, nos fuimos a casa, a la de mis padres, a buscar las llaves de repuesto de la casa en el llavero de mi carro. Tempranito, porque a esa hora estarían aun durmiendo después de la noche de fiesta y no estábamos para interrogatorios.   Nada más lejos de la verdad. Casualmente, la casa quedaba en una esquina, por lo que era cuestión de estacionarnos en la calle lateral sin dejar ver el carro por la entrada principal. Pero nunca el crimen es perfecto, doctor. Aun me pregunto qué diablos hacía mami  a esa hora de la mañana pegándole manguera a la acera. Nunca tuvo para mí mayor significado la frase esa de “tanto nadar para morir en la orilla”.

Mami no conocía la discreción ni la diplomacia. Y no tuve  más remedio que entrar sin dar mayores explicaciones. Con mi madre, mientras menos hablara, mejor. Cuando regresé al carro supe que mami, como buena suegra, se dio  cuenta de que mi  esposa no se había cambiado aún su traje de tela tostada y lentejuelas en los hombros, ideal para el caliente sol mañanero. Bueno, de eso hasta un ciego de lejos se hubiese dado cuenta. Creo que fue la única vez que entré  y salí de casa sin decir palabra. “Ave María, ya la estás haciendo sufrir”, fue lo único que le escuché decir. Nunca me volvió a preguntar ni se dijo más sobre el asunto.

Ya con las llaves en la mano, la ruta era hacer una parada en la nueva casa para asearse y darle una cuarta oportunidad (o era la quinta) a la apacible vida matrimonial. Pero si se creía usted que aquí todo había llegado a la normalidad, o al menos la normalidad de todos los matrimonios, nada más lejos de la verdad. Llegamos por fin al parador. Mi esposa dejo que tomara las llaves de la habitación y ese fue su siguiente error…

Está bien, doctor, no es que le quiera achacar siempre la culpa a alguien, pero si yo no tengo remedio, ella debe evitar los riesgos… No, no entienda mal. No fue que volví a perder las llaves. Sucede que traté de abrir infructuosamente la puerta de la habitación 106, (cómo olvidar el número). Y le daba para lado y lado a la cerradura y empujaba la puerta hacia mí.

Ella no tuvo tiempo de alertarme. Justo cuando lo iba a hacer abrió la puerta aquel americano colora’o con solo una toalla mal puesta agarrada a la cintura. “What the fuck!!!???”, me gritó el gringo. Y no era para menos. Yo era el causante de aquel “coitus interruptus”. “Sorry, sorry! Ay, excuse me!!!”, sólo le pude decir, al tiempo que alcancé a ver al fondo la cabellera de una fémina de calentura pasmada acostada en el sofá. Mi esposa, bien pudo haberle dicho “mátelo aquí mismo, que yo le aguanto la toalla”, y tal vez lleve 22 años arrepentida de no haberlo hecho. Pero optó por arrancarme de la mano la llave de la habitación 116  y decirle: “Discúlpelo, él es así…”

Cómo le digo doctor… Ese día comencé a percatarme de que mi vida es un ‘reality show’ y que me siento como si cientos de personas estuvieran ahora mismo riéndose y burlándose del absurdo que es mi vida.


Comprenderá   que en estos días me asaltan esos recuerdos. Pero es que la fatalidad me persigue. Señor Psiquiatra: Usted cree que soy yo, o esto le pasa a todo el mundo…???

Verá usted, intento celebrar nuestro aniversario, pero le tengo pánico a esta fecha. Esto es para mí como el Día de los Enamorados o de las Madres y de los Padres o el de Despedida de Año. Son días, que sencillamente odio.

La última vez que traté una cena de aniversario, fuimos a un restaurante de campo a insistencias mías, se lo pinté como el más romántico del mundo. A pesar de ser un recóndito lugar, quedé convencido de que ofrecía una excelente seguridad a juzgar por las patrullas que vimos en el estacionamiento. El área del comedor estaba vacía, a excepción de un grupo de hombres que hablaban en un semicírculo, de espaldas a nosotros.  Pero la encargada del lugar insistió, con una amabilidad que se desbordaba tanto que no era natural, en llevarnos al rincón más apartado del salón. Justo cuando nuestra anfitriona va a buscar el agua y el plato de pan inicial nos dimos cuenta de todo: para espanto de mi esposa  y una ahogada carcajada de mi parte, al sentarnos divisamos entre las sillas y las mesas del lugar, unas piernas femeninas inertes, estiradas en el suelo cuán largas eran. ¡Momentos antes, allí habían matado a una mujer!  

Mi esposa se paró de allí como un resorte y sabe qué me dijo doctor:

“¡Coño chico, pero es que tú estás del caaarajo!!!”





Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010

jueves, 9 de diciembre de 2010

DESCIFRANDO MALENTENDIDOS

Recientemente estuve en una exposición titulada “No Fue Un Malentendido”. Título sugerente, sobre todo cuando los malentendidos generalmente se confirman, no se niegan. Que quede claro, hay malentendidos y malentendidos…

Cristóbal Colón, por ejemplo, malentendió su llegada a América, creyendo que estaba en Oriente. Partió  sin saber a dónde iba. Llegó sin saber en dónde estaba y murió sin conocer dónde había estado ni la grandeza de su descubrimiento.

Por un malentendido se ha llegado a matar gente. Hoy día te matan de lo más feliz y después dicen que el tiro no era para ti, sino para otro.  Un malentendido puede provocar los más variados sentimientos y reacciones: ilusiones y desilusiones, risas, falsas esperanzas, rabia, coraje, celos, frustraciones y hasta una buena cachetada.

Hay personas que parecen malentendidos. A veces creo que mi vida es un malentendido. Y he sido partícipe o testigo de malentendidos que resultan imborrables en la memoria.

Mi madre, por ejemplo, era una experta en eso de los malos entendidos. Ya les dije alguna vez que en mi familia el tema de la muerte siempre tuvo sus momentos de humor. Para muestra, sobras los botones. Por ejemplo, a mi tía, fallecida de cáncer, la velaron en su casa. Toda la familia estaba más o menos con cierto sosiego en la sala, mientras se esperaba la llegada a la casa del carro fúnebre con el féretro. Tan pronto llegó el carro, como si todos se pusieran de acuerdo, hubo  ataques de histeria, gritos y llanto. Hasta que alguien alzando la voz para hacerse escuchar dijo: “Calma. Por qué ustedes lloran? No lloren todavía que solamente están trayendo las sillas….”

Lo que pasó en el velorio de mi tío no tiene explicación. Falleció hace dos años. Nosotros, su familia, vivimos casi 45 años viéndolo manco, porque perdió su mano enredada en la estrella de la cadena de una mezcladora de cemento. Fueron 45 años!!!! Entonces, cómo se explica que en su velorio, cuando una de mis hermanas (no más loca, la otra) quizás acostumbrada a ver que a todos los cadáveres les ponen un crucifijo entre las manos, dijo en voz alta sin pensarlo mucho: Y qué hicieron con la otra mano de Gelo??? A quién se le ocurre!!! Era en serio,  se había olvidado!!!. Del incontrolable mal de risa que les dio, se tuvieron que retirar de la sala en uno de esos momentos embarazosos que uno nunca quisiera haber vivido.

Y así por el estilo. Decía que mi madre era una experta en eso de los malentendidos a la hora de la muerte. Quizás por eso, -de castigo- me cuentan que cuando abrieron su féretro para mostrar su cuerpo en la funeraria, sorpresivamente salió  un lagartijo de su ataúd. Tanto miedo que les tenia en vida…

Yo fui testigo de la crueldad más grande cometida por mi madre cuando alguna vez llegó una pariente a casa y mientras ella buscaba las llaves para abrir, la pariente le hablaba desde el portón de entrada. El asunto es que las llaves no aparecían –en casa nunca aparecían las dichosas llaves- y la conversación seguía avanzando a distancia. En un punto  la visitante, aún esperando que le abriera,n le dice a mi madre: “… es que mi hijo falleció en un accidente de tránsito”. De repente, mami cambió su semblante a uno de horror y como loca corrió al portón y le pregunta desesperada: “Que qué tú me dices???”. La pariente perpleja por la reacción, repite: “Que mi hijo murió la semana pasada en un accidente de tránsito”. Y mi madre,  sin pensarlo dos veces, le dice sumamente aliviada: “Carajo, yo creía que tú hablabas del hijo mío…” Cómo arregló la metida de pata, esa te la debo. Pero hasta el final de sus días se acordaba entre risas de ese cuento.

En otra ocasión, mi madre, experta por sus malentendidos en “matar” a más de uno que luego ví vivito y coleando,  se estaba bañando cuando tuvo que cerrar la ducha para oír a alguien que intentaba hablar  desde la acera. Salió rauda y veloz de la ducha sin secarse y de lo más compungida, le dijo a papi lo que oyó:  la fatal noticia de que un vecino había muerto en un accidente de tránsito. Los vecinos salieron de sus casas al escuchar el estruendo que se produjo cuando papi sacó el carro en reversa sin recordar que primero tenía que abrir  el portón.


"La pariente repite: “Que mi hijo murió la semana pasada en un accidente de tránsito”. Y mi madre, sin pensarlo dos veces, le dice sumamente aliviada: “Carajo, yo creía que tu hablabas del hijo mío…”

Papi llegó a la casa del vecino a dos calles de allí para encontrar al anciano padre  sentado, pensativo  y solo en una antesala. Sin encomendarse a nadie le dio el pésame al viejo, quien al reponerse del desconcierto le dijo con cierto enojo a Papi: “Fui yo quien avisé, pero no le dije eso a su esposa. Lo que dije fue que mi hijo, como policía, iba a dar hoy en el centro comunal un seminario sobre accidentes de tránsito!!!” (Upss!) Recuerdo a mi padre metiéndose en la casa por la vergüenza que sentía, sin hablar ni con los vecinos que le esperaban para tener detalles sobre la “muerte”, ni mucho menos con mi madre, a quien como tantas veces se la quería comer viva…

Igual se sintió papi la vez que ella le hizo el gesto al doctor… Sucede que la iban a operar de un fibroma y mi padre la lleva a un hospital naval. Ella no sabía inglés y el doctor no dominaba el español. Ella quería preguntar que cuando iba a poder planchar (supongo que era parte de su trabajo en esos momentos) y le intenta decir al doctor: When will I can …? When will I can…? No tuvo más remedio que hacer con la mano un rápido gesto de planchado. El desconcertado doctor casi se muere y papi, ni se diga. Y ella, como si nada. Otro malentendido de mi santa y loca madre.

Para ser justos, ella no era la única. Recientemente, yo también fui víctima de un kilométrico malentendido al intentar vender una computadora. Mediante facebook, dirijo el anuncio a amistades de arte gráfico. Al día siguiente, mientras conducía, recibo una llamada de la que, dejo  claro, no escuchaba bien al principio. Saludé con efusividad a mi interlocutor, pues lo identifiqué como un amigo cercano al que llamaré Víctor Alsina, para proteger su identidad en este engorroso episodio de nuestra amistad.

Interesaba comprar la computadora, lo que me extrañó, porque no recordé haberlo incluido en el envío de correos. Casi al final de la llamada, al cabo de veinte minutos, (repito: veinte minutos) me dice que la interesaba  para sus clases de cine, por lo que no pude disimular mi alegría al descubrir que mi amigo, representante de mercadeo de productos, de repente también daba clases de cine en la Escuela de Artes Plásticas. “Te lo tenías calladito, profesor”, me despedí. “Consulta con tu esposa y esta noche me llamas”, le dije al finalizar.

La noche pasó y ni rastro de la llamada en respuesta. Temprano, al día siguiente, mi amigo me devuelve una previa llamada mía y le digo: “Me quedé esperando tu llamada anoche para ver la computadora”. “De qué llamada me hablas?”, le escucho decir. Hubo un silencio y desconcertado le respondo: “Víctor, no me digas que no eras tú el cliente seguro que me iba a comprar la computadora, con el que estuve hablando veinte minutos  y que ahora no tengo ni idea de quién diablos fue el que llamó…!!!” Si no era él, entonces…. Con razón estaba yo tan fascinado con su talento escondido como cineasta y me interlocutor se notaba medio perdido con mi amena conversación…

Para hacer el cuento corto, no hice el negocio ni con él ni con el que confundí. Vendí la computadora a otra persona, amigo del que no identifiqué correctamente. De la vergüenza y ante la incredulidad del cuento de la confusión, nunca le pedí disculpas a ese amigo, -el confundido- que quizás en algún momento lea estas líneas. Todavía no puedo evitar llamar al otro sin tener que preguntarle primero:  Víctor, eres tú, el mismo Víctor que conozco…” Veinte minutos, creyendo que hablaba con una persona… Aún no me lo creo.

Pero uno de los mejores cuentos de malentendidos lo protagonizó mi suegro: el fenecido periodista José Rafael Reguero. Tenía todos los elementos para eso: no usaba reloj, no sabía que era la puntualidad, fue el inventor de eso que ahora le llaman déficit de atención y le gustaba darse el "palito". Esto lo menciono, porque es determinante para explicar lo ocurrido.

Su malentendido fue tal que se produjo ante una sala teatral atestada de público que ovacionaba  delirante. Y no era cualquier escenario: era el teatro de la Universidad, donde se presentaba el Coro en un concierto de gala, en el cual su hijo, o sea mi cuñado, era uno de los integrantes.

Mi suegro llegó a mitad de función, no faltaba más.  Con dos o tres “palos” encima, por aquello  ir entonando...  Si algo hay que decir de mi suegro es que era muy sentimental y lloraba por cualquier acto de sus hijos. A veces me gustaba “cucarlo”, sólo por hacerlo llorar…

Al llegar tarde no pudo sentarse con la familia. Y en aquella oscuridad, nunca leyó el programa del acto por lo que no se enteró que la famosa Coral del ‘49, en un momento dado interactuaría con los coristas más jóvenes. Por eso, al ver que aquellos señores mayores, todos vestidos de blanco y negro subían al escenario, creyendo que eran los padres de los integrantes del coro  no se quiso quedar atrás, se levantó de la butaca y allá fue a parar.  

“Si ellos van a felicitar a sus hijos, por que yo no”, pensaría. Supongo que la cara de mi cuñado en escena, impotente ante el amenazante acercamiento de su padre al escenario recurrió a sus incipientes dotes de telepatía en desesperado intento para que mi suegro no subiera a la tarima era, como dice el anuncio: “priceless”... Pero de nada valieron los gestos, las miradas fulminantes, la negación con la cabeza… 

Mi cuñado, impotente en el escenario, no podía usar sus manos para detenerlo, porque las tenía petrificadas, trincas, agarrando el cancionero del repertorio. Por eso, no pudo evitar que mi suegro, como siempre hacía para  vergüenza del hijo, le tomara su cabeza ante la gente y le plantara un beso en la frente ante la concurrida audiencia que, embelesada, observaba el gesto de aquel hombre pipón de gesto bonachón, paso tambaleante y guayabera rosada enrollada a media manga. Pero eso no termina ahí.

Todo el público se dio cuenta de la confusión, menos el director orquestal que de espaldas a lo que allí ocurría, marcó con su vara en alto el inicio de una sobria composición, desconcertado porque escuchaba tras de sí las risas ahogadas entre el público. Y es que para intentar salvar la situación –ya insalvable- acomodaron a toda prisa a aquel nuevo “corista” en la esquina de los tenores. Mi suegro, para vergüenza de su familia y la gracia del público,  al darse cuenta de su error no tuvo mas remedio que gesticular que cantaba la canción.  

Fue el más aplaudido. Todo un "American Idol". Esa noche, un desconocido, amante de los tangos y la bohemia, con dos o tres “palos” encima, le robó entre aplausos el espectáculo al legado del maestro coral Augusto Rodríguez…  

Por eso digo yo: hay malentendidos y hay malentendidos… Entienden ahora?

Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010