sábado, 11 de diciembre de 2010

HISTORIA DE HORROR DE UNA LUNA DE MIEL

Han pasado 22 septiembres, señor psiquiatra y siempre me pasa lo mismo. La pesadilla regresa a mi mente.

Sabrá usted: Tuvimos una boda fabulosa, pero le hice pasar la luna de miel en un motel.  Así como lo oye. No se ría doctor, que esto no es chiste. Nunca  pensé que  iba a llegar – no digo al primer aniversario- al primer mes, después de malograr, estropear, fastidiar para siempre la tan espera noche de bodas con mi ilusionada novia. La cagué, doctor, y no hay vuelta atrás.

Que cómo fue eso, me dice usted. Trataré de explicarle. Lo de que cómo es posible que haya llegado a 22 años de un matrimonio que comenzó con el pie izquierdo, no me lo pregunte. Es algo que no tiene explicación. 

Fue esa noche en la que se supone fuera nuestra luna de miel cuando le escuché decir algo que nunca había dicho en nuestro noviazgo. Y es que tenía razón cuando soltó aquel: “Coño chico, pero es que tú estas del carajo!!!”

No era para menos. Ya la cosa se veía venir desde que el cura advirtió que el único ‘break’ (bueno, no dijo exactamente esa palabra) de celebrar la ceremonia era entre 4 a 5 de la tarde, porque antes y después tenía misa. Con esa actitud de  ‘brega con eso’ y harto de conocer historias de novias que llegan tarde a la iglesia, le dije al chofer del carro antiguo que le tenía de sorpresa que buscara a mi novia a las dos de la tarde. Usted sabe, para ir a la segura. Uno le paga a la gente, y siempre llega tarde.

Pues resulta que el chofer llegó puntual. Pero a esa hora, las dos de la tarde, mi novia estaría leyendo las instrucciones de es milagroso jabón dominicano Lemisol que le habrían recomendado cuando escuchó el claxon de aquel anafre negro en cuatro ruedas, cuyo sonido se quedó con la calle.  Mientras más se impacientaba el chofer, más duro sonaba el… cómo le dije. Sí, el claxon.  

No hay que negar que el chofer cumplió con su cometido. Mi novia llegó tan temprano que me ayudó a abrir las ventanas de la Iglesia. Le confieso que todavía a esa hora me sonreía. Aun ella era todo  “papito, dónde te pongo…” 



Yo no soy católico, sepa usted,  y cuando el cura me dijo días antes que podía reescribir lo que ellos le dicen en la ceremonia a los novios, me despaché con la cuchara grande, añadiendo aquí, quitando allá como la línea esa de “Hasta que la muerte nos separe”... Justo antes de la ceremonia le entregué el papel escrito a mano con lo que quería que nos dijera. Había prisa, la letra no estaba muy clara. Y en plena ceremonia aquel cura empezó a titubear porque no entendía lo que le escribí. Tiene que ver la película, señor psiquiatra. Yo le susurraba lo que tenía que decirnos, el repetía como el papagayo y mi ahora esposa ‘eslembá’ buscando su mejor ángulo de cara ante la cámara, sin atender un carajo lo que le decía el cura.

Para no dejar de cambiar hasta la marcha de órgano cambié para la impaciencia del sacerdote. Entramos con una danza de Danny Rivera y salimos con el “Por Siempre” de Glenn Monroig.

Como no me monté en el carro hasta que salimos de la boda, ahí fue que me di cuenta de que había metido las patas con el regalito sorpresa del Ford del ‘28. Ella no lo disimuló. Con ese calor pegajoso de las cinco de la tarde, traté de acomodarla con todo y su  vaporoso traje de novia en aquel monumento histórico motorizado, sin acondicionador de aire y los asientos húmedos apestosos a perro mojado. Aun así, doctor, el amor es ciego. Y reconozco que ella trato de ignorar el mal rato que estaba pasando mientras se daba aire con un abanico de mano que encontró en el asiento y que leía: “Cortesía de la Funeraria De Windt. Hasta en una carreta de bueyes, hubiese estado más a gusto! Al menos así le daba brisa fresca.

Y eso, que no le he contado que allí se vieron por primera vez en mucho tiempo mi mamá y el papá de ella y fue que supimos que se gustaban en la escuela superior. Usted se imagina!!!! Mi esposa y yo por poco salimos hermanos!!!! Doctor, eso es hambre o sueño?



"Cuando ella me preguntó por las llaves del carro… usted sabe, cuando uno dice: ‘esto-no-me-puede-estar-pasando…’ Hubo un silencio que pareció de siglos. Su cara se transformó, doctor, y le confieso que sentí miedo.”


Sí, doctor, voy al grano… Mi esposa es chavona para sus cosas. Y ya casada no perdió tiempo. Al finalizar la recepción ella meó para marcar territorio, como los perros. No le hizo mucha gracia la idea de que las suegras se llevaran todos los regalos para guardarlos en lo que llegábamos de la luna de miel. Ella misma quiso llevarlos a nuestra casa nueva a media hora de allí, y de ahí seguiríamos para el hotel. Usted sabe, las mujeres son así. Aunque pensándolo bien, si no fuera tan maniática,  no estuviera contándole de este trauma que renace cada principio de septiembre.

Mire, esto fue lo que pasó. Como a  las 2:00 de la mañana dejamos los regalos en la nueva casa donde viviriamos. Éramos los primeros en estrenar casa en aquella sección de la urbanización. Y mucho menos, a esa hora no había un alma por todo aquello. Yo, que estaba como el cabro de Minga loco por irme al hotel, cerré la puerta  de la casa en el justo y preciso  momento cuando ella me preguntó por las llaves del carro. Usted sabe cuando uno dice: “esto-no-me-puede-estar-pasando…”  Hubo un silencio que pareció de siglos. Su cara se  transformó, doctor. Y le confieso que sentí miedo. Si llego a saber que se ponía así, no me caso.

Gracias a Dios que allí no había ni un poste encendido porque en aquella oscuridad, hubiese podido haber visto una calavera con vestido de novia. Como en las pesadillas doctor. Usted sabe. De esas que se acercan en un celaje, como en las películas de misterio.  

Mire, cuando se disipó la penumbra fue que pude ver por primera vez su rostro tornándose verde, como Linda Blair en El Exorcista y aquella calma nocturna se interrumpió cuando  su boca se abrió para gritar aquella frase que tantas veces he vuelto a escuchar: “Chiiiiiicooo, estás del caaarajo”. Usted disculpe la palabra, pero la cito como me lo dijo. Aquello le salió del alma, y supongo que ahí desahogó el chofer que la hizo ajorar en la casa, tener que abrir las ventanas de la iglesia, lo del cura perdido en la ceremonia, la humedad penetrante del “Forito” y sabe Dios si la frustración de no haberse casado con el flaco aquel que tenía de novio.  

Le confieso que en circunstancias así, a mí me da con reírme. Y a ella le fastidia mi reacción de cogerlo suave. Pero estábamos allí, literalmente varados en plena noche de boda, sin una herramienta para desarrajar la cerradura. En eso estuve a punto de romper la puerta trasera de cristal con un destornillador abandonado en la marquesina y decir a la constructora que fueron los títeres de por allí, que nunca aparecen cuando se les necesita. Total, no había testigos.  Menos mal que en su enojo, mi esposa -a punto ya de dejar de serlo- recordó  que tenía en la cartera copia de una llave de la ignición del vehículo.  

Salvado el percance y ella dispuesta a dar una segunda oportunidad (o ya era la tercera), nos fuimos a la zona hotelera del Condado y quedamos atrapados en la llamada “vuelta del pend…”. Perdone doctor. Usted sabe. No había forma de pagar un hotel allí.  Entre lo tarde que era, el mal rato y las altas tarifas por las cuatro horas que restaban de esa noche decidimos optar por algo más barato. Total, ya yo la había caga’o y la noche ya no estaba para romanticismos.

Como a las 3:00 a.m. buscábamos  algo más barato en Miramar. Pasamos por cuanto centro de ayuda psico-social había: La Riviera, el Black Angus, la Cabaña del Néctar Divino, el Lucky Seven, el Caribe y el Hawaiian Hut… Justo allí frente nos decidimos por el hotel que tantos nombres ha tenido: que si el Borinquen, el Darlington, Gran Bahía, el Clarion.... 

Tras tomar el boleto del estacionamiento, no fue sino hasta bajar la rampa del estacionamiento subterráneo que nos percatamos de que la salvadora llave de repuesto del carro no abría el baúl y allí estaban encerradas su cartera y las maletas!!!  Ay doctor, yo que creí que lo peor había pasado. Era la gota que colmó la copa de la paciencia de mi novia o esposa o asesina en potencia o viuda a punto de serlo. Ya a esa hora ni sabía.   

No valía la pena bajarse. Tenía dos opciones: o decir que volviéramos a la marquesina de la casa o resignarme a que me clavara en el corazón el destornillador que encontramos y que dejó entre los asientos.

Optamos por no bajarnos. Total, pa’ que. Al llegar a la caseta del guardia del estacionamiento, y con los nervios ya un poco caldeados, el boleto que yo había tomado sólo un par de minutos antes, no apareció. Busca aquí, busca allá, los bolsillos, el monedero..... “Tarifa completa, míster”, insistía el señor. Oiga, no sea listo, si nos acaba de ver entrar, caballero!!!

En ese momento, mi esposa aún sin estrenar, aquella mujer que me enamoró con su dulzura volvió a transfigurarse como si se le metiera algo malo por dentro y  desde el asiento del pasajero espetó el taco de su pie izquierdo en el acelerador al grito de un “me cagoooo en la madre, coñooo” e hizo que el carro sin control subiera cuesta arriba por el acceso, como alma que lleva el diablo, y se llevara consigo la tranca de la entrada.

Sin decir una palabra a estas alturas, sin ánimo ya para reírme de la ridícula situación y descartado el volver a la marquesina de la casa, la única alternativa digna era ir a la ruta motelera. Así de sencillo: o el motel o la casa de la suegras. Serían cerca de las 4:00 de la madrugada cuando comencé mi inspección de cuanto motel había. Me bajaba solo. Verificaba hasta debajo de los colchones. En uno llegué a ver restos de insectos bajo el matres. Y mi novia –que a esa hora no tenía ni rastro de blanca ni radiante- estaba hecha un mar de lágrimas en el carro, con aquel traje que le picaba hasta el alma. 

Sonará a sacrilegio, pero ya sé cómo se sentía San José buscando aposento con la Virgen María. Claro, mi María a esa hora estaba como si fuera virgen  y San José no cometió la barbarie de dejar sus llaves encerradas, pero la mente empieza a entretejer disparates y la mía en esas circunstancias siempre empieza a liberar su humor negro….

Una vez seleccionado el motel cuyo nombre y dirección borré de mi memoria, no hubo eso de que a la novia la llevaran en brazos a la cama. Me quedé dormido con la ropa puesta y justo cuando me rendí al sueño, fue poco lo que pude dormir  entre el fuerte olor a Lysol y el cantío de los gallos.

Al despertar, creí que comenzaba a ver mi vida desfilar ante mis ojos y era que me veía reflejado en el espejo del techo. Qué imagen doctor. En aquel espejo de techo con marco dorado mohoso me contemplaba yo, con ojeras que se veían a distancia y mi ropa estrujada. Podía meter en aquellas bolsas en mis ojos una compra de supermercado. Al lado, mi esposa, sin dormir,  lloriqueando a punto del asma.

Sin dormir, nos fuimos a casa, a la de mis padres, a buscar las llaves de repuesto de la casa en el llavero de mi carro. Tempranito, porque a esa hora estarían aun durmiendo después de la noche de fiesta y no estábamos para interrogatorios.   Nada más lejos de la verdad. Casualmente, la casa quedaba en una esquina, por lo que era cuestión de estacionarnos en la calle lateral sin dejar ver el carro por la entrada principal. Pero nunca el crimen es perfecto, doctor. Aun me pregunto qué diablos hacía mami  a esa hora de la mañana pegándole manguera a la acera. Nunca tuvo para mí mayor significado la frase esa de “tanto nadar para morir en la orilla”.

Mami no conocía la discreción ni la diplomacia. Y no tuve  más remedio que entrar sin dar mayores explicaciones. Con mi madre, mientras menos hablara, mejor. Cuando regresé al carro supe que mami, como buena suegra, se dio  cuenta de que mi  esposa no se había cambiado aún su traje de tela tostada y lentejuelas en los hombros, ideal para el caliente sol mañanero. Bueno, de eso hasta un ciego de lejos se hubiese dado cuenta. Creo que fue la única vez que entré  y salí de casa sin decir palabra. “Ave María, ya la estás haciendo sufrir”, fue lo único que le escuché decir. Nunca me volvió a preguntar ni se dijo más sobre el asunto.

Ya con las llaves en la mano, la ruta era hacer una parada en la nueva casa para asearse y darle una cuarta oportunidad (o era la quinta) a la apacible vida matrimonial. Pero si se creía usted que aquí todo había llegado a la normalidad, o al menos la normalidad de todos los matrimonios, nada más lejos de la verdad. Llegamos por fin al parador. Mi esposa dejo que tomara las llaves de la habitación y ese fue su siguiente error…

Está bien, doctor, no es que le quiera achacar siempre la culpa a alguien, pero si yo no tengo remedio, ella debe evitar los riesgos… No, no entienda mal. No fue que volví a perder las llaves. Sucede que traté de abrir infructuosamente la puerta de la habitación 106, (cómo olvidar el número). Y le daba para lado y lado a la cerradura y empujaba la puerta hacia mí.

Ella no tuvo tiempo de alertarme. Justo cuando lo iba a hacer abrió la puerta aquel americano colora’o con solo una toalla mal puesta agarrada a la cintura. “What the fuck!!!???”, me gritó el gringo. Y no era para menos. Yo era el causante de aquel “coitus interruptus”. “Sorry, sorry! Ay, excuse me!!!”, sólo le pude decir, al tiempo que alcancé a ver al fondo la cabellera de una fémina de calentura pasmada acostada en el sofá. Mi esposa, bien pudo haberle dicho “mátelo aquí mismo, que yo le aguanto la toalla”, y tal vez lleve 22 años arrepentida de no haberlo hecho. Pero optó por arrancarme de la mano la llave de la habitación 116  y decirle: “Discúlpelo, él es así…”

Cómo le digo doctor… Ese día comencé a percatarme de que mi vida es un ‘reality show’ y que me siento como si cientos de personas estuvieran ahora mismo riéndose y burlándose del absurdo que es mi vida.


Comprenderá   que en estos días me asaltan esos recuerdos. Pero es que la fatalidad me persigue. Señor Psiquiatra: Usted cree que soy yo, o esto le pasa a todo el mundo…???

Verá usted, intento celebrar nuestro aniversario, pero le tengo pánico a esta fecha. Esto es para mí como el Día de los Enamorados o de las Madres y de los Padres o el de Despedida de Año. Son días, que sencillamente odio.

La última vez que traté una cena de aniversario, fuimos a un restaurante de campo a insistencias mías, se lo pinté como el más romántico del mundo. A pesar de ser un recóndito lugar, quedé convencido de que ofrecía una excelente seguridad a juzgar por las patrullas que vimos en el estacionamiento. El área del comedor estaba vacía, a excepción de un grupo de hombres que hablaban en un semicírculo, de espaldas a nosotros.  Pero la encargada del lugar insistió, con una amabilidad que se desbordaba tanto que no era natural, en llevarnos al rincón más apartado del salón. Justo cuando nuestra anfitriona va a buscar el agua y el plato de pan inicial nos dimos cuenta de todo: para espanto de mi esposa  y una ahogada carcajada de mi parte, al sentarnos divisamos entre las sillas y las mesas del lugar, unas piernas femeninas inertes, estiradas en el suelo cuán largas eran. ¡Momentos antes, allí habían matado a una mujer!  

Mi esposa se paró de allí como un resorte y sabe qué me dijo doctor:

“¡Coño chico, pero es que tú estás del caaarajo!!!”





Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010

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