sábado, 5 de febrero de 2011

SUPER MARIO Y PRINCESA

A los amantes de tener amigos de narices frias

Mi sobrino mayor, antes de siquiera soñar con ser ingeniero, era loco con contarme las aventuras de “Mario Bro”, que rescataba a la Princesa en la primera edición del popular juego de vídeo con la música pegajosa… Jamás imaginé entonces que iba a tener en casa la versión perruna de aquellos personajes. 

En nuestro patio viven dos Retrievers –que son la nobleza en cuatro patas- con quienes comparten los tres ‘animales’ que tengo en casa. Comparten, insisto. Porque soy quien los baña, los peina, les limpia las orejas y todas las tardes les da agua y comida. 

A quién una mascota no le ha robado el corazón…? El macho se llama Súper Mario. Lo adoptamos con todo y nombre en la víspera del paso del Huracán Fiona. Quién me lo iba a decir… en la curva de los ‘50 y con los trillizos criados íbamos a adoptar… Su familia nos escogió al verse en el dilema de tener que irse a Miami y dejar al perro de tres años en casa de un policía que lo quería entrenar como can del escuadrón antibombas. 

Parece que Súper Mario no tiene reparos con las mayorcitas. Al llegar estuvo dos días ladrando a Princesa -de ocho años y hasta ese entonces dueña absoluta de los alrededores de la casa- en su empeño de olerle el fondillo y de paso, intentar trepársele encima. Dos días que Princesa no tuvo vida con el acosador, ni nosotros tampoco. 

Las feromonas estaban rebeldes. El hostigador macho trepaba paredes. Y la perra, “ni fu, ni fa” dándose todo el puesto que pudo. Mientras más el 'Cabro de Minga' le ladraba, más se protegía ella como podía. Llegó al extremo de pasar los días protegiendo el trasero, asomándose sólo de medio cuerpo en su casa en forma de iglú hasta para comer… Era lo más parecido a un disfraz de tortuga. 

Durante el paso del huracán hubo que llevarlos dentro de la casa en donde Princesa no pudo más y defendió con garras y dientes la virginidad que no tenía en una batalla campal en medio de la sala alumbrada con velas y linternas y ahora llena con huellas de patas enfangandas. Noche infernal, por cierto. Pero desde ese momento y hasta el dia de hoy viven en relativa calma: “Tú no me toques la tota y estamos en paz.”

Ojalá hubiese protegido con ese ímpetu el virgo que no protegió del sato que le hizo once cachorros que cagaron y mearon -como les dio gusto y gana- en la otra casa que no tenía verja…


Ya por la edad, Princesa, con su cara de blancas canas, es más sedentaria, más tranquila y pausada en sus movimientos.

Sin embargo, el Súper Mario es todo un personaje. Tiene fuertes ladridos de vigilante… y algo de gato. No en lo de trepar paredes, sino en sus dotes de cazador… pero de lagartijos. Camina a un par de pasos tras de mí cuando corto la grama para esperar que salga un lagartijo de entre los yerbajos. Y si tuviera garras, treparía el árbol de toronjas con tal de alcanzar la codiciada presa, aunque la mayoría de las veces opta por quedar petrificado por una hora de cara a  la esquina del muro del patio, como niño castigado- sentado pacientemente a esperar a que baje el dichoso lagartijo. Mi madre les huía como el diablo a la cruz. Pero –ironías de la muerte- cuando abrieron su ataúd en la funeraria un lagartijo atrapado salió de su interior. Ella hubiera sido feliz con nuestro perruno exterminador… 

Su capacidad de petrificarse como estatua nos ha dado un par de sustos. En las noches se ancla frente a la puerta de cristal que da al patio para mirar fijamente adentro de la casa. Sale uno a buscar algo en la nevera en medio de la oscuridad y… “Coñññooo! Qué susto me has dado, carajo!!!” Como un espectro, el reflejo de las pocas luces internas en el cristal dejan ver el fantasma del perro que me mira con esos ojos amarillos refulgentes resaltados por su curioso “eyeliner” negro.

Pero, por otra parte, Súper Mario me mata, cuando al recibirte se para y te abraza al cuello o te agarra el brazo con sus patas cruzadas en un movimiento que nunca le he visto hacer a otro perro. Saluda y abraza con la pasión de mi amigo Michael, el del abrazo asfixiante y los manoplazos quebra-espaldas.

 La Princesa también tiene su historia… La seleccionamos en la mañana de un domingo entre varios cachorros de una camada. La chiquita de casa quería un Retriever similar al que tenía la ganga de niños de una novela mexicana de aquel entonces. Esos perros son autodidactas. Aprendió lo básico que debe saber un perro de la convivencia con humanos y con sus ladridos nos indica que tiene sed o cuándo quiere que le cierren el portón de la marquesina o que estacionen el carro de forma que pueda acostarse del lado del calorcito del motor.

De lo que no avisó fue de su preñez. Lo supimos un par de semanas antes cuando la llevamos a un examen veterinario por lo “amotetá” que estaba. Once satos parió. Once!!! Todos de pelaje negro, sabrá Dios de quién. Por tres meses tuvimos que compartir el interior de la casa -sin verja- con la perra, once cachorros y aparte, los  tres animales de dos patas que hemos criado por veinte años. Nadie quería aquellos satos que me hicieron insoportable el vivir, hasta que un día no pude más, y en un santiamén y a escondida de los nenes los monté  en el carro y los lleve a un refugio.

Cosa de no creerse. Por tres aguacates le cambié los dos cachorros más lindos a un chofer –tocayo de nombre y apellido- a quien conocí  llegando al lugar. Los quería para su casa de campo. (Ahora no me hagan sentir culpable. No volveré a hacerlo. Ya me regalaron un árbol de aguacates.)


Algún tiempo después, y luego de muchas restregadas de pisos y paredes, aquella casa pareció volver a la normalidad y de los cachorros sólo quedaron un par de  fotos de recuerdo... y un juguete de goma. 

Si algo raro puede pasarle a alguien, nos sucederá a nosotros. La Princesa empezó a cambiar su comportamiento. ¡Oh no, otra vez no!  Pero allí estaba ella, vagoneta, gimiendo, jadeando y pasando las horas sosteniendo para sí el dichoso juguete como si se tratara de un cachoro.

Ante la presión familiar pues la perra se veía de mal en peor, no me quedo más remedio que llamar al veterinario.

“Si quiere tráigala mañana, porque ahora por ser más de las seis de la tarde se considera una emergencia y de entrada son $100”, escucho al otro lado de la línea. Llamo a casa. Explico. Hay debate por teléfono.

 “Lo que tengo es un poco mas de $100 para pasar la semana”, aclaro en defensa del presupuesto familiar.

“Si se muere no quiero tener el peso de eso con los nenes por no llevarla a atender”, escucho a mi interlocutora, que es especialista en poner a uno “en tres y dos”, como se dice por ahí. Qué uno puede decir después de eso. Llevé a la perra con el juguete que no quería soltar y casi la mato allí mismo cuando el veterinario me dio el diagnostico. Y no, no estaba preñá.

“Lo que ella tiene es un embarazo imaginario.” O sea, que la perra estaba loca. 

“!Que qué usted me dice!”, pregunto agarrando la cadena con tal fuerza que le apreté el collar a punto de asfixiarla.
 “Cree que está embarazada y actúa como tal. Eso es todo. Está de psiquiatra. Le aconsejo que para no traumarla más le vaya retirando  poco a poco el juguetito o cualquiera otro que le recuerde los cachorros y verá que en dos o tres días se le quita ese comportamiento.”

 De psiquiatría estuve yo cuando me cobraron casi $200 entre placas, pruebas y medicamentos. Del tiro, allí mismo le boté el dichoso juguete al zafacón y de un tirón con la cadena quedó montada en el carro.


Súper Mario y Princesa…  Aquí los tengo, uno a cada lado, acostados junto a mí con sus respectivas cabezas buscando protección en mi cuerpo. Me tuve que sentar en el piso junto a ellos.

!!!Diez, nueve, ocho….!!!! 

Empieza el conteo y están muy pegados y no me dan oportunidad a moverme. No puedo hacerlo. No quiero desampararlos ni por un momento. Los acaricio, paso la mano sobre sus cabezas, sus orejas, paso mis dedos por sobre sus cuellos. Jadean. Observo su respiración. Es entrecortada, como si se les fuera a salir el corazón. Dios mío, se mueren. "SSsshhhh, ya va a pasar..." Era la primera vez que me daba cuenta de cuánto los quiero.

!!!Siete, seis, cinco…!!! 

Afuera, besos y abrazos. Son infructuosos los esfuerzos de los míos para que me uniera a ellos a disfrutar del mejor espectáculo de fuegos artificiales que se ha visto en mi calle con una privilegiada vista panorámica a los pueblos vecinos. Para los abrazos familiares siempre habrá tiempo. 

!!!Cuatro, tres, dos!!!

“El carnaval del mundo, gozaba y se reía”... y yo aquí con mis brazos ocupados, sin siquiera poder alcanzar el control remoto del televisor para acabar con la tortura de seguir viendo la banda de los Tigres del Norte que presentaba Don Francisco. 

!!!Las doce!!! ¡Feliz Año Nuevo, Súper Mario! ¡Feliz Año Nuevo, Princesa!


DE POR QUE NOE NO LLEVO SPANIELS AL ARCA


De pequeño, siempre me gustaron los animales, aunque no fue hasta adolescente que pude tener un perro, un enorme Gran Danés.  Bueno, ni tanto. Tuve pollitos. Me compraban uno, a peseta, en la Plaza. Me gustaban azules, como el Pollito Quiquiriquí, el del cuento del libro escolar. No tuve mucha suerte con eso. Uno murió sofocado por dejarlo al sol en una jaula. Otro ahorcado entre las patas entrecruzadas de dos sillas de la mesa del comedor. Lo descubrí por el hilillo de sangre. Traumática experiencia esa para un niño que se crió en casas sin patio.

Recuerdo que escuché cierta vez a mami decir que necesitaba una llave de perro. No dormía de la ansiedad, pensando que al fin me comprarían el cachorro. Mi madre, cruel para ciertas cosas, se disfrutaba el malentendido hasta que llegó el día en que supe que así se le llamaba a la herramienta que conocemos como llave inglesa. Fue lo más cerca que estuve de tener un perro.

Sin embargo, desde el balcón de aquella casa de infancia podía estar horas contemplando en el solar del frente a un enorme elefante… con cierta pena, porque mi abuela cruelmente me dijo que de ahí sacaban la carne vieja que tanto me gustaba.

Cada año, allí se anclaba el Circo Romano con su vejestoria carpa que cubría todo, menos al pobre elefante al que mantenían encadenado de una de sus patas a un árbol de tamarindo. Ahora que lo pienso, es la única experiencia que tuve que me envidiarían mis amigos criados en urbanizaciones.

Cierta vez se escapó el chimpancé de aquel circo, en aquella esquina de pueblo en donde no pasaba nada. Y en su huida, subió un poste telefónico pegado a nuestro balcón, a donde llegó balanceándose en los cables. Cuando me lo encontré de frente, casi en la sala de la casa, mi grito le hizo retroceder. Fue tal el susto que pasamos los dos, que prefirió bajar el poste y llegar a los brazos de su amaestradora, que le esperaba abajo, apartando la docena de curiosos y borrachones de esquina que rodeaban el poste.

El hecho es que me gustan los animales. Cómo no los voy a querer si he tenido que pagar la cuenta y medicamentos del diagnóstico de depresión que le dio  el veterinario a mi cockatiel criado a mano, cuando se lo llevé pensando que se había hecho daño por el golpe accidental con el pie que le dio la muchacha que nos ayudaba en la limpieza.




Ese amor por los animales lo hemos podido legar a nuestros hijos. Cuando eran pequeños, la casa parecía una granja. Además de mi perra Shitzu que se llamaba Laura Isabel, y 20 exóticos lovebirds, mis hijos tenían a Jelly, una gallina negra japonesa de las enanas y con una pollina alta; a Cuca, otra gallina roja ponedora que se creía perro faldero y que se montaba en los carros sin uno darse cuenta; dos patos con los que entendí a la mala el refrán “cagas más que un pato amarra’o”; dos iguanas, un par de conejos enanos y otro grisáceo grandísimo y Raúl  el gallo, al que le dio una ‘extraña costumbre’ de cantar por las mañanas y que fue el primero que tuvimos que dar de baja ante la insistencia de la vecina. Eso, sin contar los cobitos que cogíamos en la playa y a los que hubo que botar con todo y pecera cuando la peste a “pescao abombao”  invadió la casa por la mezcla de arena de playa, humedecida y los residuos de la comida de camarones secos.   

Aquel Síndrome del Arca de Noé terminó abruptamente una tarde lluviosa en la que en un santiamén nuestra población de animales se redujo a los 20 lovebirds y la perra, que se salvaron por estar dentro de la casa. Yo no vi lo que pasó, pero fue traumatizante para la tribu, que poco faltó para tener que llevarlos al psiquiatra, digo yo.

Me explico: mi casa está en una cuesta, por tanto en uno de sus laterales, las residencias tienen un nivel superior de terreno. Dicho esto, queda explicar que el patio de mi casa es bordeado por los muros de contención de terreno de las casas laterales y con la verja enrejada a los lados, los animales quedaban confinados en el patio trasero.

Aquella tarde llovía copiosamente cuando mi esposa llegó con mis hijos de la escuela. Al bajarse todos en la marquesina, sintieron la alerta de ladridos de la perra dentro de la casa y otros ladridos extraños que provenían del patio en donde se supone no hubiesen perros. Como les digo, llovía y tronaba.




¿Saben lo que pasa cuando uno le dice a un niño “no te mojes?”… Pues bien, los tres de casa asomaron la cara al patio bajo el aguacero y lo que vieron fue una masacre. A algún vecino se le soltaron dos cocker spaniels, que cayeron desde el muro de contención de la casa vecina al patio de la nuestra casa, seguramente atraídos el cacareo, y el cuac-cuac de la granja que teníamos con las catastróficas consecuencias.

En aquella escena criminal, entre el fango, la grama mojada y bajo rayos, truenos y la fuerte lluvia, aquellos perros hicieron trizas las gallinas, los patos, los conejos y todo lo que allí se moviera. Había plumas por dondequiera y la sangre se mezclaba con el agua. Y para remachar la orgia de sangre y mollejas, el cuerpo del pato con una pata, de la pata que se quedó sin el pato  y una que otra gallina con el pescuezo arrancado del cuerpo se podía apreciar.  Aquel patio parecía un guiso. 

En momentos como ése, siempre suena el teléfono. Sabrán que, a partir de las seis de la mañana mi suegra tenía un extraño ‘timing’ a la hora de llamar y no hace falta imaginarme a mi ensopada esposa tratando de atender la llamada con el aparato al cuello, mientras con una mano intentaba espantar a los perros que le gruñían y con la otra proteger a los nenes que mi suegra escuchaba llorar.

“Nena, que te pasa mi’ja que te oyes como asfixiá”, supongo que le diría, antes de que la hija le colgara gritándole y contándole a manera de telegrama la situación. En mala hora lo hizo.

Como pudo, la protagonista intentó sacar de patio con olor a muerte a los perros hediondos como alfombra mojada  que se escurrían para cualquier lugar, menos por la salida, al tiempo que agresivamente le sacaban los dientes.  Mientras, los niños lloraban traumatizados pero a salvo, aunque sin hacer caso al  ruego de “no se acerquen al patio, que pueden morder”.

Cuando ya nada más podía pasar, llegaron ellos. Los de SWAT o lo que sea que fuesen. Mi suegra, que  gritaba como Susa la de Epifanio, en circunstancias como esas, era capaz de movilizar al propio jefe del FBI y a medio cuartel general. Supongo que cuando la querellante indirecta –o sea, mi esposa- vio llegar a casa aquellos dos hombres con boinas negras, armados, con molleros a punto de estallar bajo la camisa y botas mojadas que dejaron la huella de sus pasos a lo largo de toda la casa recién mapeada, quedo bruta, sin idea.

Hombres así, grandes y abusadores, entran... y después piden permiso. “Recibimos una querella de una señora que nos dijo que sus nietos estaban en peligro por   unas fieras que ya les habían matado unos animales”, le habrá dicho el más grande de los dos. Eran dos, pero parecían cinco.

Supongo que cuando el del arma larga vio que las bestias de aquel escarceo que denunciaba mi suegra eran dos pequeños spaniels que pudieron coger al hombro moviéndoles la pequeña cola, habrá tenido deseos de apuntar con el rifle a mi esposa... ¡Y yo no estar allí!



“Señora, y estas son las fieras que usted decía”, le dijo el ‘bouncer’ enojado. “Yo no fui quien los llame”, fue lo más  coherente que pudo decir la mamá de los traumados niños. Ahora que lo pienso, pude haber titulado esto: "De por qué la suegra de Noé no tenía teléfono".

Yo, por mi parte, tengo la facilidad de borrar cinta de mi recuerdo de momentos como esos, en que estás ajorado en un cierre de edición en el trabajo y escuchas al teléfono a una mujer que lo menos que ha visto esa tarde es el cadáver de un conejo gacho, sin orejas, y que sin respirar te dice exaltada, casi en gritos:

“Ven-en-seguida-esto-es-un-caos-tengo-los-nenes-histéricos-llorando-y-llegaron-unos-mastodontes-armados-en-casa-bajando-con-sogas-desde-el-techo-mami-llamó-a-la-policía-porque-unos-perros-que-deben-tener-rabia-mataron-las-gallinas-el-conejo-grande-el-pato-y-los-conejos-enanos-y-parate-por-ahí-y-compra-algo-de-comida-que-no-he-tenido-tiempo-ni-de-mirar-asignaciones…”

"Y se me olvidaba: trae leche, que no queda”.