sábado, 5 de febrero de 2011

DE POR QUE NOE NO LLEVO SPANIELS AL ARCA


De pequeño, siempre me gustaron los animales, aunque no fue hasta adolescente que pude tener un perro, un enorme Gran Danés.  Bueno, ni tanto. Tuve pollitos. Me compraban uno, a peseta, en la Plaza. Me gustaban azules, como el Pollito Quiquiriquí, el del cuento del libro escolar. No tuve mucha suerte con eso. Uno murió sofocado por dejarlo al sol en una jaula. Otro ahorcado entre las patas entrecruzadas de dos sillas de la mesa del comedor. Lo descubrí por el hilillo de sangre. Traumática experiencia esa para un niño que se crió en casas sin patio.

Recuerdo que escuché cierta vez a mami decir que necesitaba una llave de perro. No dormía de la ansiedad, pensando que al fin me comprarían el cachorro. Mi madre, cruel para ciertas cosas, se disfrutaba el malentendido hasta que llegó el día en que supe que así se le llamaba a la herramienta que conocemos como llave inglesa. Fue lo más cerca que estuve de tener un perro.

Sin embargo, desde el balcón de aquella casa de infancia podía estar horas contemplando en el solar del frente a un enorme elefante… con cierta pena, porque mi abuela cruelmente me dijo que de ahí sacaban la carne vieja que tanto me gustaba.

Cada año, allí se anclaba el Circo Romano con su vejestoria carpa que cubría todo, menos al pobre elefante al que mantenían encadenado de una de sus patas a un árbol de tamarindo. Ahora que lo pienso, es la única experiencia que tuve que me envidiarían mis amigos criados en urbanizaciones.

Cierta vez se escapó el chimpancé de aquel circo, en aquella esquina de pueblo en donde no pasaba nada. Y en su huida, subió un poste telefónico pegado a nuestro balcón, a donde llegó balanceándose en los cables. Cuando me lo encontré de frente, casi en la sala de la casa, mi grito le hizo retroceder. Fue tal el susto que pasamos los dos, que prefirió bajar el poste y llegar a los brazos de su amaestradora, que le esperaba abajo, apartando la docena de curiosos y borrachones de esquina que rodeaban el poste.

El hecho es que me gustan los animales. Cómo no los voy a querer si he tenido que pagar la cuenta y medicamentos del diagnóstico de depresión que le dio  el veterinario a mi cockatiel criado a mano, cuando se lo llevé pensando que se había hecho daño por el golpe accidental con el pie que le dio la muchacha que nos ayudaba en la limpieza.




Ese amor por los animales lo hemos podido legar a nuestros hijos. Cuando eran pequeños, la casa parecía una granja. Además de mi perra Shitzu que se llamaba Laura Isabel, y 20 exóticos lovebirds, mis hijos tenían a Jelly, una gallina negra japonesa de las enanas y con una pollina alta; a Cuca, otra gallina roja ponedora que se creía perro faldero y que se montaba en los carros sin uno darse cuenta; dos patos con los que entendí a la mala el refrán “cagas más que un pato amarra’o”; dos iguanas, un par de conejos enanos y otro grisáceo grandísimo y Raúl  el gallo, al que le dio una ‘extraña costumbre’ de cantar por las mañanas y que fue el primero que tuvimos que dar de baja ante la insistencia de la vecina. Eso, sin contar los cobitos que cogíamos en la playa y a los que hubo que botar con todo y pecera cuando la peste a “pescao abombao”  invadió la casa por la mezcla de arena de playa, humedecida y los residuos de la comida de camarones secos.   

Aquel Síndrome del Arca de Noé terminó abruptamente una tarde lluviosa en la que en un santiamén nuestra población de animales se redujo a los 20 lovebirds y la perra, que se salvaron por estar dentro de la casa. Yo no vi lo que pasó, pero fue traumatizante para la tribu, que poco faltó para tener que llevarlos al psiquiatra, digo yo.

Me explico: mi casa está en una cuesta, por tanto en uno de sus laterales, las residencias tienen un nivel superior de terreno. Dicho esto, queda explicar que el patio de mi casa es bordeado por los muros de contención de terreno de las casas laterales y con la verja enrejada a los lados, los animales quedaban confinados en el patio trasero.

Aquella tarde llovía copiosamente cuando mi esposa llegó con mis hijos de la escuela. Al bajarse todos en la marquesina, sintieron la alerta de ladridos de la perra dentro de la casa y otros ladridos extraños que provenían del patio en donde se supone no hubiesen perros. Como les digo, llovía y tronaba.




¿Saben lo que pasa cuando uno le dice a un niño “no te mojes?”… Pues bien, los tres de casa asomaron la cara al patio bajo el aguacero y lo que vieron fue una masacre. A algún vecino se le soltaron dos cocker spaniels, que cayeron desde el muro de contención de la casa vecina al patio de la nuestra casa, seguramente atraídos el cacareo, y el cuac-cuac de la granja que teníamos con las catastróficas consecuencias.

En aquella escena criminal, entre el fango, la grama mojada y bajo rayos, truenos y la fuerte lluvia, aquellos perros hicieron trizas las gallinas, los patos, los conejos y todo lo que allí se moviera. Había plumas por dondequiera y la sangre se mezclaba con el agua. Y para remachar la orgia de sangre y mollejas, el cuerpo del pato con una pata, de la pata que se quedó sin el pato  y una que otra gallina con el pescuezo arrancado del cuerpo se podía apreciar.  Aquel patio parecía un guiso. 

En momentos como ése, siempre suena el teléfono. Sabrán que, a partir de las seis de la mañana mi suegra tenía un extraño ‘timing’ a la hora de llamar y no hace falta imaginarme a mi ensopada esposa tratando de atender la llamada con el aparato al cuello, mientras con una mano intentaba espantar a los perros que le gruñían y con la otra proteger a los nenes que mi suegra escuchaba llorar.

“Nena, que te pasa mi’ja que te oyes como asfixiá”, supongo que le diría, antes de que la hija le colgara gritándole y contándole a manera de telegrama la situación. En mala hora lo hizo.

Como pudo, la protagonista intentó sacar de patio con olor a muerte a los perros hediondos como alfombra mojada  que se escurrían para cualquier lugar, menos por la salida, al tiempo que agresivamente le sacaban los dientes.  Mientras, los niños lloraban traumatizados pero a salvo, aunque sin hacer caso al  ruego de “no se acerquen al patio, que pueden morder”.

Cuando ya nada más podía pasar, llegaron ellos. Los de SWAT o lo que sea que fuesen. Mi suegra, que  gritaba como Susa la de Epifanio, en circunstancias como esas, era capaz de movilizar al propio jefe del FBI y a medio cuartel general. Supongo que cuando la querellante indirecta –o sea, mi esposa- vio llegar a casa aquellos dos hombres con boinas negras, armados, con molleros a punto de estallar bajo la camisa y botas mojadas que dejaron la huella de sus pasos a lo largo de toda la casa recién mapeada, quedo bruta, sin idea.

Hombres así, grandes y abusadores, entran... y después piden permiso. “Recibimos una querella de una señora que nos dijo que sus nietos estaban en peligro por   unas fieras que ya les habían matado unos animales”, le habrá dicho el más grande de los dos. Eran dos, pero parecían cinco.

Supongo que cuando el del arma larga vio que las bestias de aquel escarceo que denunciaba mi suegra eran dos pequeños spaniels que pudieron coger al hombro moviéndoles la pequeña cola, habrá tenido deseos de apuntar con el rifle a mi esposa... ¡Y yo no estar allí!



“Señora, y estas son las fieras que usted decía”, le dijo el ‘bouncer’ enojado. “Yo no fui quien los llame”, fue lo más  coherente que pudo decir la mamá de los traumados niños. Ahora que lo pienso, pude haber titulado esto: "De por qué la suegra de Noé no tenía teléfono".

Yo, por mi parte, tengo la facilidad de borrar cinta de mi recuerdo de momentos como esos, en que estás ajorado en un cierre de edición en el trabajo y escuchas al teléfono a una mujer que lo menos que ha visto esa tarde es el cadáver de un conejo gacho, sin orejas, y que sin respirar te dice exaltada, casi en gritos:

“Ven-en-seguida-esto-es-un-caos-tengo-los-nenes-histéricos-llorando-y-llegaron-unos-mastodontes-armados-en-casa-bajando-con-sogas-desde-el-techo-mami-llamó-a-la-policía-porque-unos-perros-que-deben-tener-rabia-mataron-las-gallinas-el-conejo-grande-el-pato-y-los-conejos-enanos-y-parate-por-ahí-y-compra-algo-de-comida-que-no-he-tenido-tiempo-ni-de-mirar-asignaciones…”

"Y se me olvidaba: trae leche, que no queda”.

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