jueves, 9 de diciembre de 2010

DESCIFRANDO MALENTENDIDOS

Recientemente estuve en una exposición titulada “No Fue Un Malentendido”. Título sugerente, sobre todo cuando los malentendidos generalmente se confirman, no se niegan. Que quede claro, hay malentendidos y malentendidos…

Cristóbal Colón, por ejemplo, malentendió su llegada a América, creyendo que estaba en Oriente. Partió  sin saber a dónde iba. Llegó sin saber en dónde estaba y murió sin conocer dónde había estado ni la grandeza de su descubrimiento.

Por un malentendido se ha llegado a matar gente. Hoy día te matan de lo más feliz y después dicen que el tiro no era para ti, sino para otro.  Un malentendido puede provocar los más variados sentimientos y reacciones: ilusiones y desilusiones, risas, falsas esperanzas, rabia, coraje, celos, frustraciones y hasta una buena cachetada.

Hay personas que parecen malentendidos. A veces creo que mi vida es un malentendido. Y he sido partícipe o testigo de malentendidos que resultan imborrables en la memoria.

Mi madre, por ejemplo, era una experta en eso de los malos entendidos. Ya les dije alguna vez que en mi familia el tema de la muerte siempre tuvo sus momentos de humor. Para muestra, sobras los botones. Por ejemplo, a mi tía, fallecida de cáncer, la velaron en su casa. Toda la familia estaba más o menos con cierto sosiego en la sala, mientras se esperaba la llegada a la casa del carro fúnebre con el féretro. Tan pronto llegó el carro, como si todos se pusieran de acuerdo, hubo  ataques de histeria, gritos y llanto. Hasta que alguien alzando la voz para hacerse escuchar dijo: “Calma. Por qué ustedes lloran? No lloren todavía que solamente están trayendo las sillas….”

Lo que pasó en el velorio de mi tío no tiene explicación. Falleció hace dos años. Nosotros, su familia, vivimos casi 45 años viéndolo manco, porque perdió su mano enredada en la estrella de la cadena de una mezcladora de cemento. Fueron 45 años!!!! Entonces, cómo se explica que en su velorio, cuando una de mis hermanas (no más loca, la otra) quizás acostumbrada a ver que a todos los cadáveres les ponen un crucifijo entre las manos, dijo en voz alta sin pensarlo mucho: Y qué hicieron con la otra mano de Gelo??? A quién se le ocurre!!! Era en serio,  se había olvidado!!!. Del incontrolable mal de risa que les dio, se tuvieron que retirar de la sala en uno de esos momentos embarazosos que uno nunca quisiera haber vivido.

Y así por el estilo. Decía que mi madre era una experta en eso de los malentendidos a la hora de la muerte. Quizás por eso, -de castigo- me cuentan que cuando abrieron su féretro para mostrar su cuerpo en la funeraria, sorpresivamente salió  un lagartijo de su ataúd. Tanto miedo que les tenia en vida…

Yo fui testigo de la crueldad más grande cometida por mi madre cuando alguna vez llegó una pariente a casa y mientras ella buscaba las llaves para abrir, la pariente le hablaba desde el portón de entrada. El asunto es que las llaves no aparecían –en casa nunca aparecían las dichosas llaves- y la conversación seguía avanzando a distancia. En un punto  la visitante, aún esperando que le abriera,n le dice a mi madre: “… es que mi hijo falleció en un accidente de tránsito”. De repente, mami cambió su semblante a uno de horror y como loca corrió al portón y le pregunta desesperada: “Que qué tú me dices???”. La pariente perpleja por la reacción, repite: “Que mi hijo murió la semana pasada en un accidente de tránsito”. Y mi madre,  sin pensarlo dos veces, le dice sumamente aliviada: “Carajo, yo creía que tú hablabas del hijo mío…” Cómo arregló la metida de pata, esa te la debo. Pero hasta el final de sus días se acordaba entre risas de ese cuento.

En otra ocasión, mi madre, experta por sus malentendidos en “matar” a más de uno que luego ví vivito y coleando,  se estaba bañando cuando tuvo que cerrar la ducha para oír a alguien que intentaba hablar  desde la acera. Salió rauda y veloz de la ducha sin secarse y de lo más compungida, le dijo a papi lo que oyó:  la fatal noticia de que un vecino había muerto en un accidente de tránsito. Los vecinos salieron de sus casas al escuchar el estruendo que se produjo cuando papi sacó el carro en reversa sin recordar que primero tenía que abrir  el portón.


"La pariente repite: “Que mi hijo murió la semana pasada en un accidente de tránsito”. Y mi madre, sin pensarlo dos veces, le dice sumamente aliviada: “Carajo, yo creía que tu hablabas del hijo mío…”

Papi llegó a la casa del vecino a dos calles de allí para encontrar al anciano padre  sentado, pensativo  y solo en una antesala. Sin encomendarse a nadie le dio el pésame al viejo, quien al reponerse del desconcierto le dijo con cierto enojo a Papi: “Fui yo quien avisé, pero no le dije eso a su esposa. Lo que dije fue que mi hijo, como policía, iba a dar hoy en el centro comunal un seminario sobre accidentes de tránsito!!!” (Upss!) Recuerdo a mi padre metiéndose en la casa por la vergüenza que sentía, sin hablar ni con los vecinos que le esperaban para tener detalles sobre la “muerte”, ni mucho menos con mi madre, a quien como tantas veces se la quería comer viva…

Igual se sintió papi la vez que ella le hizo el gesto al doctor… Sucede que la iban a operar de un fibroma y mi padre la lleva a un hospital naval. Ella no sabía inglés y el doctor no dominaba el español. Ella quería preguntar que cuando iba a poder planchar (supongo que era parte de su trabajo en esos momentos) y le intenta decir al doctor: When will I can …? When will I can…? No tuvo más remedio que hacer con la mano un rápido gesto de planchado. El desconcertado doctor casi se muere y papi, ni se diga. Y ella, como si nada. Otro malentendido de mi santa y loca madre.

Para ser justos, ella no era la única. Recientemente, yo también fui víctima de un kilométrico malentendido al intentar vender una computadora. Mediante facebook, dirijo el anuncio a amistades de arte gráfico. Al día siguiente, mientras conducía, recibo una llamada de la que, dejo  claro, no escuchaba bien al principio. Saludé con efusividad a mi interlocutor, pues lo identifiqué como un amigo cercano al que llamaré Víctor Alsina, para proteger su identidad en este engorroso episodio de nuestra amistad.

Interesaba comprar la computadora, lo que me extrañó, porque no recordé haberlo incluido en el envío de correos. Casi al final de la llamada, al cabo de veinte minutos, (repito: veinte minutos) me dice que la interesaba  para sus clases de cine, por lo que no pude disimular mi alegría al descubrir que mi amigo, representante de mercadeo de productos, de repente también daba clases de cine en la Escuela de Artes Plásticas. “Te lo tenías calladito, profesor”, me despedí. “Consulta con tu esposa y esta noche me llamas”, le dije al finalizar.

La noche pasó y ni rastro de la llamada en respuesta. Temprano, al día siguiente, mi amigo me devuelve una previa llamada mía y le digo: “Me quedé esperando tu llamada anoche para ver la computadora”. “De qué llamada me hablas?”, le escucho decir. Hubo un silencio y desconcertado le respondo: “Víctor, no me digas que no eras tú el cliente seguro que me iba a comprar la computadora, con el que estuve hablando veinte minutos  y que ahora no tengo ni idea de quién diablos fue el que llamó…!!!” Si no era él, entonces…. Con razón estaba yo tan fascinado con su talento escondido como cineasta y me interlocutor se notaba medio perdido con mi amena conversación…

Para hacer el cuento corto, no hice el negocio ni con él ni con el que confundí. Vendí la computadora a otra persona, amigo del que no identifiqué correctamente. De la vergüenza y ante la incredulidad del cuento de la confusión, nunca le pedí disculpas a ese amigo, -el confundido- que quizás en algún momento lea estas líneas. Todavía no puedo evitar llamar al otro sin tener que preguntarle primero:  Víctor, eres tú, el mismo Víctor que conozco…” Veinte minutos, creyendo que hablaba con una persona… Aún no me lo creo.

Pero uno de los mejores cuentos de malentendidos lo protagonizó mi suegro: el fenecido periodista José Rafael Reguero. Tenía todos los elementos para eso: no usaba reloj, no sabía que era la puntualidad, fue el inventor de eso que ahora le llaman déficit de atención y le gustaba darse el "palito". Esto lo menciono, porque es determinante para explicar lo ocurrido.

Su malentendido fue tal que se produjo ante una sala teatral atestada de público que ovacionaba  delirante. Y no era cualquier escenario: era el teatro de la Universidad, donde se presentaba el Coro en un concierto de gala, en el cual su hijo, o sea mi cuñado, era uno de los integrantes.

Mi suegro llegó a mitad de función, no faltaba más.  Con dos o tres “palos” encima, por aquello  ir entonando...  Si algo hay que decir de mi suegro es que era muy sentimental y lloraba por cualquier acto de sus hijos. A veces me gustaba “cucarlo”, sólo por hacerlo llorar…

Al llegar tarde no pudo sentarse con la familia. Y en aquella oscuridad, nunca leyó el programa del acto por lo que no se enteró que la famosa Coral del ‘49, en un momento dado interactuaría con los coristas más jóvenes. Por eso, al ver que aquellos señores mayores, todos vestidos de blanco y negro subían al escenario, creyendo que eran los padres de los integrantes del coro  no se quiso quedar atrás, se levantó de la butaca y allá fue a parar.  

“Si ellos van a felicitar a sus hijos, por que yo no”, pensaría. Supongo que la cara de mi cuñado en escena, impotente ante el amenazante acercamiento de su padre al escenario recurrió a sus incipientes dotes de telepatía en desesperado intento para que mi suegro no subiera a la tarima era, como dice el anuncio: “priceless”... Pero de nada valieron los gestos, las miradas fulminantes, la negación con la cabeza… 

Mi cuñado, impotente en el escenario, no podía usar sus manos para detenerlo, porque las tenía petrificadas, trincas, agarrando el cancionero del repertorio. Por eso, no pudo evitar que mi suegro, como siempre hacía para  vergüenza del hijo, le tomara su cabeza ante la gente y le plantara un beso en la frente ante la concurrida audiencia que, embelesada, observaba el gesto de aquel hombre pipón de gesto bonachón, paso tambaleante y guayabera rosada enrollada a media manga. Pero eso no termina ahí.

Todo el público se dio cuenta de la confusión, menos el director orquestal que de espaldas a lo que allí ocurría, marcó con su vara en alto el inicio de una sobria composición, desconcertado porque escuchaba tras de sí las risas ahogadas entre el público. Y es que para intentar salvar la situación –ya insalvable- acomodaron a toda prisa a aquel nuevo “corista” en la esquina de los tenores. Mi suegro, para vergüenza de su familia y la gracia del público,  al darse cuenta de su error no tuvo mas remedio que gesticular que cantaba la canción.  

Fue el más aplaudido. Todo un "American Idol". Esa noche, un desconocido, amante de los tangos y la bohemia, con dos o tres “palos” encima, le robó entre aplausos el espectáculo al legado del maestro coral Augusto Rodríguez…  

Por eso digo yo: hay malentendidos y hay malentendidos… Entienden ahora?

Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010

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