lunes, 6 de diciembre de 2010

REBUSCANDO ESQUELAS

Cada día releo las esquelas, cada día me sorprendo más. Aún no han impreso mi nombre en ellas.

(Angelina Muñiz Huberman)

De pequeño, cuando el teléfono sonaba en casa, mi padre, sin levantar la vista de lo que estuviera haciendo, presagiaba: “Esa es tu abuela. Tiene que haberse muerto alguien…”. Y muchas veces acertó. Sucede que el esposo de mi abuela tenía una extraña costumbre de ir a cuanto funeral había…

Eso no me hubiese importado de no ser porque hasta allá me arrastraban… 

Recuerdo aquellos tiempos de sepelios a pie, estar entre una muchedumbre compacta con los más ancianos vestidos de sombrero y camisa blanca y las señoras con abanico de cartón en mano, vestidas de blanco y negro. Las más liberales con algún lila clarito. 

Las mujeres de mi familia siempre hurgaban las esquelas para ver quiénes se habían sacado el sorteo celestial… o a quién habían mandado al infierno. Y eso era motivo para la llamada diaria. Mi abuela tenia un ropero antiguo de dos puertas en cuya parte interior pegaba las esquelas.

Pero eso no es todo: si se moría alguien, por tres días no se escucha radio, ni se veía televisión y hasta los espejos se tapaban... y por si fuera poco, había que hablar casi en cuchicheos.




Así como lo lee. Lo macabro de mi niñez no termina ahí. En mi preadolescencia nos mudamos a una casa de pueblo, justo al lado de una funeraria. Bueno, en realidad, no era una funeraria, porque allí no velaban a los muertos. Era un local en donde en su salón de entrada que daba a la acera vendían coronas y en la parte posterior, preparaban los cadáveres para llevarlos a la funeraria a un par de cuadras de allí. (No recuerdo que ahora uno pase por la acera y se encuentre un local donde vendan coronas de muertos.) 

El salón donde preparaban los muertos daba justo a la ventana de mi cuarto en el segundo piso de la casa vecina, interrumpida la vista sólo por las ramas de un árbol de tamarindo entre los dos locales. Yo, que siempre me acuesto de cara a la pared y, en aquellos tiempos de ventanas abiertas sin acondicionador de aire, me acostumbré a quedarme dormido viendo la preparación de los cuerpos, lo que llegué a ver como lo más normal del mundo.

Ese es el trasfondo, señor psiquiatra, de mi extraña fascinación por leer esquelas. Es más, me muero por leerlas. Se podría decir que algunas son prácticamente obras literarias. Mientras otros hombres saltan a la sección deportiva al leer un periódico, yo paso de las noticias a las esquelas. Curioseo las historias que pueda haber tras de estas. Miro los nombres, busco los apellidos… y lo que es peor, en los periódicos regionales me fijo en las edades de los difuntos, por aquello de ver si hay algún contemporáneo… Ya esto último no me da gracia. Porque antes, eran tan pocos… Y ahora son cada vez más los cincuentones. En estos tiempos, morir a mediana edad se ha vuelto uso y costumbre.

Pero a lo que iba: me fascina leerlas. Cerca de las elecciones, vi una que leia que antes de morir el difunto pudo dar su voto al Partido Popular. Me intriga saber las circunstancias de su ‘lamentable partida’ y sugiero a los periódicos que si quieren vender más, no obvien incluir ese detallito…

Pero hay una esquela, que aparece cada 29 de junio y 13 de agosto…. Es a nombre de un niño, identificada con sólo su nombre, sin su apellido. El mismo nombre del menor de mis hijos. Y la escribe el padre. Nunca aparece el nombre de la madre, ni de otro familiar. Sólo un padre que lleva ese dolor por años. Es el dolor de comprar un helado a su hijo -según recuerdo que lee- y al voltear la vista en la carretera ver que se lo arrebató la muerte. Se firma sólo como “Papá” y la pauta dos veces al año: en el aniversario de muerte de su pequeño y en la fecha de su cumpleaños. Ese dolor que se repite cada vez que pauta la esquela merece mis respetos porque parte el alma.

Por mi facilidad para la escritura, alquna vez redacté esquelas, como parte del trabajo de Director de Publicaciones de una Universidad…Fue la misma universidad en donde en mi primer día de trabajo supe que le habían enviado una corona mortuoria a una empleada, sin haberse muerto aún. Gracias a Dios no tuve que ver nada con eso. Pero bien dice la Ley de Murphy: Si algo puede ser peor, se pondrá peor.

Digo esto porque una vez me mandaron a preparar una esquela para la esposa del Presidente de la Universidad que estaba por estirar la pata. Me instruyeron a guardarla hasta que sucediera lo peor. Pasaron las semanas y nada. La moribunda no se rendía. Un día, en mi ausencia, no sé quien murió y necesitaban un ejemplo de una esquela. Alguien busco en mi computadora la susodicha esquela para tomarla de ejemplo, con la mala pata de que desde la agencia de relaciones públicas se llamó a la Oficina para preguntar quién había muerto. La secretaria no sabía, por lo que intentó preguntar y alguien le dijo que en la pantalla de mi computadora había una esquela. Sin encomendarse a nadie, informó erróneamente la muerte de la esposa del Presidente. Allá en la agencia donde estaba reunida la plana de la administración universitaria evaluando una campaña publicitaria, la Junta pidió un minuto de silencio. Supe que poco después se enteraron del malentendido, antes de que se llegara a publicar la esquela de la moribunda.

También, en cierta ocasión, uno de los decanos tenía que despedir el duelo de un profesor y me pidió que le escribiera una nota. Yo ni siquiera conocía al profesor. Pero me fui en uno de esos viajes mentales frente a la pantalla del monitor en blanco. Imaginé la despedida de duelo, las personas alrededor, arboles remeciéndose con el viento… la lluvia que mojaba las coronas de flores, la blanca paloma que revoloteaba cerca del académico despedidor de duelo, los familiares llorando… Y escribí. Cumplí la encomienda. De más está decir, que aquel hombre –buena gente, pero lameojos- regresó triunfante del cementerio a la oficina, como si en vez de despedir un duelo hubiese ido a recibir una millonaria asignación de fondos. Todo porque el Presidente de la Universidad le elogió el texto de la despedida del duelo.

Cuando comencé a trabajar en periódicos, me llevaron al taller para conocer a los emplanadores de páginas. Hombres que entre comentarios jocosos, sones cantados al aire y la transmisión radial de las carreras de caballo, pegaban en cartones el material y los anuncios que conformarían las páginas del periódico del día siguiente. Al fondo, en un alto taburete de esquina, medio oculto a todos con la cara casi metida en el cartón, estaba don Quiño, el hombre que montaba las esquelas. Todo un personaje misterioso. Siempre tenía un gabán verde en polyester, camisa sucia al cuello y los puños, pelo rizado engomado con Halka. Era de mirada esquiva y rostro pálido que parecía no tener sangre en la cara. Y por si fuera poco, tenía una gran joroba. Era como un personaje de Boris Karloff o Bela Lugosi. Nunca supe el por qué de la relación entre aquella lúgubre fisonomía con sus funciones de levantador de esquelas. No hablaba con nadie. Sólo lo esencial. No miraba alrededor. Siempre estaba concentrado en su trabajo de diseñar las esquelas. Nunca conocí a compañero de trabajo que haya tenido conversación con aquel hombre. Almorzaba, si, aquel ser que no parecía humano comía sólo siempre en la misma mesa: la inmediata a la derecha pegada a la puerta de entrada de la cafetería de Telemundo. Nunca vi a nadie al que se le sirviera semejante paila de arroz.

Para mí no quiero esquelas. Aunque me gustaría tener una con humor, como aquella en la que los amigos del difunto escribieron: “Manolo, no nos esperes levantado, que ya iremos llegando.” Para qué pagar por eso, digo a mi futura y querida viuda, si ya las redes sociales las noticias se riegan como pólvora y además si, como ya he instruido mil veces, todos mis órganos serán donados. Y la morcilla que me quedé, hablo de toda la tripa interna, será cremada para ser regada sobre las raíces de un árbol que será plantado en el patio trasero de la casa, para que a su sombra jueguen mis nietos.

Los comediantes Groucho Marx y Ramón Rivero (Diplo) tienen escrito en su tarja lapidaria: “Perdonen que no me levante”. Yo no quiero tarjas. No sea que a alguien se le ocurra escribir: ‘Aquí yace un hombre contra su voluntad, que le gustaba leer esquelas. Se lo disfrutaba. Las leyó todas, toditas… menos la suya’.

Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010

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