domingo, 12 de diciembre de 2010

TODOS LOS DIAS SE TIRA UNO A LA CALLE...

Era mediodía.  El ataponamiento de vehículos en las calles reflejaba el calor sobre nosotros los peatones. Yo recorría  a pie un tramo de mi pueblo,  característico por  ser distrito de oficinas médicas. Por aquella encendida calle antillana iba Tembandumba de la Quimbamba y algún que otro paciente de mayor edad con alguna que otra “dolama”, de esos que en las salas de espera te buscan conversación para saber en dónde es que le duele a uno para contarle la vida y milagro de todos y cada uno de sus achaques.

Por eso no me extrañó ver en la calle a aquella señora que parecía buscar mi compasión con la mirada. Desde un lado de la acera me llamo: “Señor, por favor, ayúdeme…” Andaba con una niña que parecía ajena a lo que pasaba.

Yo iba con la prisa que da el hambre, camino a almorzar con un compañero de trabajo  a la mejor fonda del pueblo. Cruzo la calle entre los carros del tapón pueblerino y me le acerco a atender su reclamo. La señora, de algunos 70 años, pero de aspecto fuerte, me repitió su clamor. Recuerdo la pena en todo su rostro, en la expresión de sus ojos y su entrecejo fruncido. Una cara de pena como pocas veces se ve. Ahora que lo pienso, sobreactuada.

“Mire, es que me falta un pesito para  la guagua. Sólo un pesito, señor”. Mi amigo –suspicaz- guardó distancia, pero yo me adelanté y busqué en mis bolsillos. Si alguna duda me quedaba, en aquella fracción de segundo miré a la niña que llevaba del brazo, de algunos 12 o 13 años, extremadamente delgada, pelo rizo corto, con la mirada perdida, dientes sobresalientes y un hilillo de saliva que le bajaba entre los labios.  “Tenga. Un dólar y algo que tengo aquí en menudo… Que vaya bien”. “Gracias, que Dios se lo pague”, me dijo haciéndome creer que le había resuelto la situación.

Caminé varios pasos dejando la anciana y la niña tras de mí. Seguidamente me cruzo en la acera con unas empleadas uniformadas de alguna oficina cercana y le digo a mi amigo que no esperara por mí, pues alguna suspicacia me advertía de lo que iba a ser testigo.


Veo que la anciana volvió a tomar del brazo a la niña y se apresuró a acercarse a las jóvenes. En ese momento, desde la esquina, noté que la niña, de piernas huesudas, tenía dificultad al caminar y mucho más cuando  casi era arrastrada por la prisa de la señora, enajenada de lo que pasaba a su alrededor y  a las intenciones para lo que era usada, manipulada, utilizada como si fuera un anzuelo y no un ser humano con necesidades especiales.

A esa distancia, no escuchaba lo que la doña le  decía a las empleadas. Pero podía adivinar sus palabras. Más adelante repitió la escena con un transeúnte.

Y el aparente uso de aquella niña me dio un coraje que se me subió como una ola de calor a la cara. Por eso intento desahogarme en estas palabras. Si en ese par de minutos ya tenía el dinero para –no digo una guagua- un taxi, Dios sabrá desde cuándo había estado pidiendo con el mismo cuento. Ya no es el deambulante común el que pide “la pejeta”, el “lo que tenga por ahí” o “lo que usted pueda”. Aquella anciana fue clara en su reclamo: “un dólar” y encima de todo utilizaba de carnada a la niña, que no tenía fuerzas ni para espantarse una mosca de la cara.


“Aquella anciana fue clara en su reclamo: ‘un dólar’ y encima de todo utilizaba de carnada a la niña, que no tenía fuerzas ni para espantarse una mosca de la cara.


Me indigné y le grité a la vista de todo el mundo, desde el otro lado de la calle y ante aquellas empleadas le descubrí el rostro y su intención estafadora. No esperé reacciones. Dí media vuelta y seguí mi camino a la cafetería, a donde había adelantado sus pasos mi compañero de trabajo. No podía ocultar la indignación. A él le extrañó verme así y lo cogió a relajo porque no es mi temperamento. 

Media hora más tarde, en la ruta de regreso a la oficina, volvemos a ver la señora y la niña. Hubiese querido ver un policía para denunciar a la doña. No había uno por todo aquello. Pero de haberlo habido, hubiese sido diferente?

Sin inmutarse por la escena que le formé en plena calle, la doña seguía pidiendo su dólar para el pasaje. Si fuera sincera y me pidiera no uno, cinco dólares por una necesidad, si los tuviera de los daba. Supongo que cualquiera lo haría igual. Pero no así, a fuerza de engaño. Evidentemente la anciana era inmune a las reprimendas.

En la oficina, frente al almuerzo que me disponía a comer, la imagen de la niña me asaltaba el pensamiento. “Pero no se va a sentar a comerse eso?”, escuché tras de mí cuando dejé sobre el escritorio mi plato de comida aun sin sacar en la bolsa, busqué una cámara y salí de allí.

Me paré en una esquina buscando en las cuatro direcciones para pegarle la cámara a la cara de aquella abuela pidiona y denunciarla ante la prensa regional. Pero no la divisé. A esa hora estaría poniéndole cara de pena a otra persona, tan o más boba que yo.

Todos los días se tira uno a la calle y hoy me tocó a mí.

Mañana será otro día y tendré  que escoger entre dar la única peseta que me quede a una anciana que me evoque el recuerdo de mi madre pasando alguna necesidad o a un tecato que me diga “Mira, bro’, ayúdame con algo. Es mejor pedirte que robar, vi’te”.

 Y cuando llegue el momento, sólo le pido a Dios que el dolor ajeno no me sea indiferente, a que me ayude a no perder la compasión y  tomar la decisión correcta. 


© Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010

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