domingo, 12 de diciembre de 2010

EL GOL QUE NUNCA FUE

Sentí impulso de brincar y hasta de dar unos pasos de baile cuando mi hija me lo dijo, así como quien no quiere la cosa. Pero me contuve.

“Me voy a dar de baja de las clases de sóccer”, me respondió una noche, cuando esperaba por ella para llevarla a las prácticas, como últimamente hacía cada martes y jueves en la noche. Es que esos “entra y sale” de casa para cumplir con todos y con todo, ya me tenían "en un patín" hace tiempo.

Cuando en verano me habló de meterse a jugar soccer, sospeché de la genuidad de su deseo.  Ese último follón le dio justo después del Mundial. Semanas antes, se transmitió un partido de eliminatoria en España. Y allí, en primera fila en la sala de casa estaba ella, nerviosa, esperando el comienzo de la transmisión, tecleando mensajes telefónicos con las amigas.  Para la tribu y para mí aquello fue una novedad porque jamás de los jamases en casa habíamos visto un partido de cualquier deporte, menos de soccer. Y nos sentamos resignados siguiéndonos ‘la corriente’ unos a otros. Ahí supimos del Barza, de Messi, de Ronaldo. Tecleo. Esas piernas que parecen las columnas del Partenón de Grecia.  


En ese momento… zas!!!! Se fue la señal.  Como si se acabara el mundo. Hubo saltos, gritos, sobresaltos: “Pá, tú pagaste el cable!!!???”, me preguntó con mirada acusadora. “Estás seguro de que no fue aquí nada más!!!???”  Los tecleos  se hicieron más rápidos. “Es una falla general, pa’!!!”, me dijo después, confirmando sus temores. Hubo histeria en la sala. Tanto  fue el escarceo que le propuse llevarla a la plaza, en donde hay WiFi y evitar así que le diera un infarto por la desgracia de la falla técnica.

En tanto, la observaba tratando de descifrar de dónde le vino el interés. Nos sorprendió, porque en la línea materna y paterna  lo más deportivo que recuerdo fue jugar al burro (el rompe-espaldas), al pote o a esquina, en alguna glorieta de escuela. Por mi total desconocimiento de los deportes siempre fui el patito feo del grupo. A estas alturas de mi vida, pregono con orgullo mi absoluta ignorancia sobre cuestiones deportivas y jamás comprenderé la pasión de los hombres por darle a una bola con un palo y correr, o meter la bola en el aro y correr, o por patear una bola y correr. No tengo esos genes, punto.

Pero a lo que iba. Llegó el mes de agosto y con él, las clases, las idas y venidas al colegio, al trabajo, a las tutorías y  los viernes llevarlos al cine en el centro comercial  y a cuanto ‘pariseo’ se inventan los jóvenes de hoy en día.
Por eso, aquel huequito libre en mi itinerario de los martes y jueves en la noche le vino a ella como anillo al dedo. “Pa’ yo quiero apuntarme en soccer”, me dijo hace tan sólo un par de meses.   

En ese tiempo desde que comenzó sus prácticas hubiese querido ser el padre fanático, el tipo “cool”, el que más vocifera, el  “masquejo…” de los palcos… al que todos conocen. Pero no. Yo era el antisocial, el comemierda papá de la nena nueva,  que llegaba con actitud de resignación aún en uniforme de trabajo, con una pequeña computadora bajo el brazo, tratando de aprovechar el tiempo para escribir historias en algún lugar apartado en los palcos, entre los gritos trogloditas de padres que se empeñan en que su hija meta un gol, aunque se le salga la lengua en el intento.

Como se me hacía difícil distinguir a la mía de otras tantas con el mismo uniforme, me resigné a no mirar al terreno de juego. No es que fuera indiferente, porque cuántas veces no pensé pararme de allí y llevarle agua a la nena de papi que debía estar seca de la sed y de paso decirle a entrenador que no sea tan abusador, que si tiene coraje con la esposa que se desquite con ella, que ya llevan media hora corriendo alrededor de la cancha en el calentamiento… Pero mi hija me tenía la cartilla leida: “Pa’, no vayas a hacerme pasar una vergüenza”.

En estos pasados dos meses de práctica, tampoco le dije que me gustaba verla al final del partido, sudada, hecha una asquerosidad ambulante con su cabello rizado recogido, con los cachetes rojos, y el fango hasta las rodillas, como nunca la había visto. Pero llegábamos muertos a esa hora. De ahí, a bañarse y a estudiar tarde en la noche lo que había dejado pendiente. De no haber sido por lo cansado que también yo llegaba, le hubiese pegado la manguera en la marquesina. En uno de sus arranques de iniciativa, un día me encontré con que había lavado las bolas de fango que tenía por tenis en la pileta del laundry  interior, la que casi tapa al dejarla llena de toooda la grama del parque. A quién se le ocurre!   

En ese corto tiempo  hubiese querido verla en acción en un partido de esos en que cuando pierden los de uno se grita, se sufre, se reza y los padres se halan las greñas, y que cuando están ganando te levantas para hacer la ola, tratas de seguir el coro de los pleneros y eres loco con mandar a buscar una alcapurria o un bacalaíto con un refresco, pero ni pa'l carajo uno va. Un partido como Dios manda. 


“Extrañaré verla con su uniforme, sonrosada y sudada y con su ensortijado pelo recogido en una cola de caballo. De ese momento fugaz en las canchas de sóccer sólo queda una bola bajo la escalera interior de la casa.”

Pero ni eso tan siquiera. La única vez que intenté verla en un juego coincidió con una actividad impostergable de mi hijo, el mayor, y me pasé aquel lluvioso sábado en la mañana cruzando en auto de extremo a extremo de la zona metro, tratando de cumplir con las actividades de ambos a la vez, para al final encontrarme con que habían confiscado el partido por la lluvia. Total, para al final encontrarme con la recriminación de "papi, no me viste meter un gol".

Lo del sóccer fue debut y despedida. Ella tendrá sus razones y no le voy a preguntar. Ya habrá ocasiones para jugar.  De por sí es mucha la presión de los estudios, estar en el Consejo de Estudiantes, aspirar a ser cheerleader, y mantener el promedio si quiere lograr su mejor jugada en las canchas de la vida y lograr su meta de llegar a Ciencias Médicas, proseguir su aspiración de graduarse de Harvard y ser cirujana cerebrovascular.   

Extrañaré verla con su uniforme, sonrosada y sudada y con su ensortijado pelo recogido en una cola de caballo. De ese momento fugaz en las canchas de sóccer sólo queda una bola bajo la escalera interior de la casa, el consuelo para mí de que ni la golpearon, ni se lastimó, ni la vi sacándole el dedo a alguna jugadora del equipo contrario. Gracias Señor, que me protegiste de eso!

Recordaba todo esto al ver las únicas imágenes que pude conservar de mi ‘Ronaldinha’ con su uniforme azul y amarillo en sus días de…  Ahora que lo digo: sería la posición de delantera o era defensa?  Yo qué sé! Lo que importa es que, para mí, era la jugadora más linda del mundo y la más premiada, la que lleva consigo todas las medallas. Esa de la foto, la del bronce en la piel, la plata en su sonrisa y un corazón que vale oro.   



© Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010

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