lunes, 29 de noviembre de 2010

FOTOS Y RECUERDOS


A la pregunta obligada de que llevaría conmigo si tuviera que elegir un solo objeto material, diría casi sin pensarlo: fotografías. Y es que siempre he tenido una fascinación cautivante por los retratos, en el afán de capturar recuerdos.



Este gusto se remonta a mi infancia, cuando buscaba las fotografías que conservaba mi madre, aquellas a las que invariablemente le recortaba sus bordes con una tijera de corte aserruchado, de esquinas que nunca lograba cuadrar y en ese afán terminaba por reducir las fotos al mínimo. Por extraña razón aquellos retratos de antes tenían en el dorso, al centro, un número escrito a lápiz. Las guardaba en viejos álbumes desorganizados y mal cuidados, de plásticos protectores doblados por quien no tiene cuidado al cerrar ese valioso cofre de tesoro.



Mi abuela en eso era más cuidadosa, si es que se puede decir así. Ella las pegaba en el panel interior de las puertas de un antiguo ropero con espejos exteriores. Abrir aquel ropero era como entrar a un mundo mágico, de rostros irreconocibles, pero cada uno con una historia fascinante. El problema estaba en que al no caber ya en las puertas, también las ponía en las paredes y había que mover la ropa para ver la extraña colección de rostros irreconocibles para mí. Allí pasaba largo rato, contemplando aquellas rarezas de tonos grises y sepia colocadas entre recortes de amarillentas esquelas fúnebres…

Curiosamente en aquellas fotos nadie sonreía, como si fuera un sacrilegio sonreír. Siempre recuerdo dos que por su mayor tamaño sobresalían de entre todas: la del elenco de primeras figuras de las novelas de televisión de aquella época en alguna ya no tan reciente representación teatral en el Alcázar de Caguas (Esteban de Pablos, Walter Mercado, Alicia Moreda, Elín Ortiz y María Judith Franco, sólo por mencionar algunos) y la del presidente Kennedy y su esposa Jackie junto a Muñoz y doña Inés en la cena de gala en La Fortaleza durante la visita del presidente estadounidense a Puerto Rico en el 1962.




En aquellas viejas fotografías mi abuela estaba irreconocible. No era aquella regordeta de nariz achatada que me pagaba a chavo cada cana que le arrancaba de su bien cuidada y corta cabellera, sino que hablaban de una juventud al parecer de hambrunas y rostros sombríos. No de la comodidad de aquella casa sino de otras casas con paredes de zinc y madera mal colocada a modo de remiendos, con algunos de sus nietos, mis primos mayores en rígida posición militar a su lado. “Juventud”, decía ella. Pero yo la veía en aquellas imágenes hecha un saco de huesos, con tres melechas de pelo largo, aunque los incipientes rasgos no me mentían: aquélla era mi abuela. Así fue como no tuve duda de que ella vivió sus tiempos de miseria, sin afán de exagerar, tal como nos decía cuando nos sentaba a su lado a contar historias. 



Años más tarde, me topé con las fotos que trajo mi padre consigo en una cajita de metal cuando decidió asentar su andar por la vida y establecerse finalmente en la casa… En aquéllas –muy pocas, por cierto- tampoco había rostros alegres, ni sonrisas. Eran de sus años en la guerra de Corea y el desembarco de Normandía. Mostraban soldados con mascaras de gas, despojos humanos y cuerpos mutilados... A quién se le ocurría llevar una cámara para el campo de batalla!!! Tampoco había nada de rostros familiares, sino de sus parientes, los que yo no conocía o simplemente de él, de mi padre, acostado en una cama de hospital sólo dejando ver su cara, porque su cuerpo era un almacigo de carne y hueso envueltos literalmente en un caparazón de yeso, desde el pecho a los pies.



Quizás fue ese descuido de los míos al conservar sus fotografías lo que me llevo un día a comprar un álbum y comenzar a rescatar las mías, las que hablaban de una niñez lejana con una madre que fue padre y que nos crió en casas de segundo piso, nada de patios, en el pueblo de Caguas. Imágenes en la que faltaban los amigos que tienen todos en la niñez, o las actividades deportivas o el pasadía a alguna playa. Al mi mama no saber guiar y vivir en la segunda planta de algún bar, nuestro mundo eran las cuatro paredes de la casa.




"Me maravilla ese intento de robarle al tiempo ese rayo de luz convertido en imagen, perpetuar en una realidad tangible lo que alguna vez se llevó el tiempo y que algún día, tarde o temprano, de no ser por eso, moriría en nuestra memoria."

Eso sí, nunca faltó una fiesta de cumpleaños, excelente excusa para sacar la cámara grandísima con lente de acordeón y su moderno “flash quema-dedos” que cuando no estaba en la casa, reposaba en el estante de alguna casa de empeño. Y allí estaba la foto. El escenario era el mismo: el dedo de mi madre en primer plano y lo que parecía ser la celebración al fondo. En mí no faltaba ese día estar de traje y corbata con pantalón corto. Mi hermana se llevaba la peor parte: traje de volantes con diadema ‘clavada’ literalmente por encima de la pollina mal cortada. Mi hermano siempre se salvaba de la situación, porque al nacer en un Día de Reyes nunca se le celebró un cumpleaños.



Con el correr de los años, coleccionar fotos y recuerdos se convirtió en una práctica que más bien rayaba en la obsesión. Me maravilla ese intento de robarle al tiempo ese rayo de luz convertido en imagen, perpetuar en una realidad tangible lo que alguna vez se llevó el tiempo y que algún día, tarde o temprano, de no ser por eso, moriría en nuestra memoria. 


Y es como si al contemplar cada una de las piezas, se pudiera recuperar el tiempo ya pasado, las voces de los que ya no están, la caricia que se llevó la muerte…

Recientemente, me rendí a los avances de la tecnología digital. Capturé con una cámara cada una de las imágenes de poco más de una decena de álbumes de familia. Decenas, cientos, miles… Atrás quedaron las fotos impresas, porque los tiempos cambian… Finalmente cerré los pesados álbumes, vejestorios de un pasado aún al alcance del recuerdo, y los guardé en la parte más recóndita del closet familiar. Es como cerrar un capítulo de la vida de uno.

A aquellas fotos viejas, ahora se añaden la de la familia que formé, las mismas que al momento de escribir estas líneas se asoman una a una en un recuadro de la pantalla del computador en desfile sincronizado, las que hoy ya no se conforman con estar en aquellos álbumes de paginas con pegamento y cobertura de plástico, las que no tienen que estar impresas porque, a pesar de mi recelo, viajan por el espacio cibernético –remozadas por cierto- para ser compartidas por conocidos y desconocidos y ser comentadas y celebradas por los invitados y los no invitados.

Ver fotos, es como ver pasar la vida año tras año, y mas allá se intenta escudriñar en los antepasados aquellos rasgos que de ellos heredamos. Gracias a esas fotografías, hoy se que mi padre alguna vez se dio la vuelta por mi casa en mi infancia, que mi madre siempre dio el todo por el todo para mantenernos felices con lo que se podía, que siempre se empeñó en vestirnos iguales, -y lo que es peor, de vaqueros, para ir al parque Muñoz Rivera. Hoy, aquellos hermanos que tanto peleábamos de pequeños, no perdemos oportunidad para posar en un solo abrazo.

Gracias a la fotografía conservo la imagen de aquella novia primera y también la de aquel primer sentimiento. Rostros que ha borrado el implacable tiempo en ellas, en mí, en todos nosotros. 



Son esos recuerdos en cartón los que nos retratan en uniforme escolar o en la vida universitaria, como testigo de nuestros años de formación, ajenos al hecho de que hoy en nuestra vejez algunos de aquellos compañeros son ahora nuestros hermanos. Son esas mismas fotografías las que hoy tenemos de pretexto cuando nos apetece una reunión de esos hermanos de toda una vida. De cada una hay un nuevo comentario acompañado de renovadas risas al recrear vivencias. Y eso podremos repetirlo mil veces, como si fuera la primera vez. Ahí están también capturados aquellos inolvidables momentos en que llega el amor definitivo. Ese al que le entregas la vida al sentar cabeza y, con él la llegada de los hijos. Quién no ha cargado con una cámara a la sala de partos para cuando llegue el momento de la verdad, caer desmayado y de lo que pudo ser la imagen del nacimiento de su hijo resulta ser la del techo de la fría sala. 


Por suerte en mi caso, el pediatra se encariñó conmigo e hizo de fotógrafo, quizás para no repetir la experiencia de otros padres y de la que ya estaría harto de los lamentos por la foto jamás capturada.


En ellas quedan plasmados nuestros primeros logros profesionales y la grandeza de esos cinco minutos de gloria a los que todos tenemos derecho. Es en esas imágenes que se perpetúan las miradas, la expresión y las sonrisas de aquellos que ya no están. Las que finalmente nos hablan de la cabellera que se fue, de las canas que se asoman, de las arrugas que te hablan del implacable destino.

Quizás con esto busco dejarles a mis hijos el legado de esas memorias y les imploro porque aprecien su valor para que los hijos de sus hijos conozcan de sus antepasados, de nuestra historia familiar. Algún día mis hijos repetirán esta historia y hablaran también de esos vejestorios en aquello que le llamaban “digital”, pero que contrario a las viejas fotos de mis padres y mis abuelos en que se imponía la seriedad y tener la cara larga era obligación, éstas hablan del valor de la familia y de la “chispa de la vida”: de abrazos, risas, alegrías, triunfos, esperanzas, amistad y amor…



(22 de julio de 2009)


© Derechos Reservados Carlos Rubén Rosario 2010



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