jueves, 10 de marzo de 2011

LA PEJIGUERA ESA QUE ME SACA EL "MOSTRO"

Si algo me revuelve la bilis es que una máquina me dé instrucciones.

Me enerva cada vez que tengo que someterme a un contestador automático. Me rehúso hablar y cuelgo la llamada. Mi esposa, acostumbrada a mis manías, sabe que la grabación de la llamada en que sólo se oye un ‘clic’ es la mía.

A mi hermano le tengo que soportar el sonido de trompeta en su mensaje telefónico. Si no hay remedio, aparto  el teléfono del oído por un minuto, recalco "un mi-nu-to",  en lo que terminaba el trompeteo, para dejar el mensaje. Gracias a Dios que nunca lo he llamado porque me están matando porque primero hubiese respondido el Sistema de Emergencias, que no se caracteriza precisamente por su rapidez. La grabación de mi hermana, la loca de la familia, tiene una música de Lady Gaga que parece imitar un teléfono ocupado. A veces, el humor negro me lo permite, en vez de dejar el recado le lleno el espacio de grabación imitando con la voz el mismo sonsonete y al final le digo: “!!!Ves que jode!!!”.  Hace poco noté que cambió el mensajito.



Cuando mis hijos eran pequeños, con mi sentimiento paternal a flor de piel, me encantaba llamar al hospital pediátrico, para escuchar la voz infantil que te recibía con un: “Gracias por llamar al Hospital de Niños San Jorge”. El niño de la grabación, inteligentísimo por cierto, muy sabiamente conocía todas las extensiones telefónicas del Hospital. Pero claro, uno es padre recién estrenado y se amelcochaba con la vocecita... Ahora el cuadro telefónico del Colegio Católico en que están mis hijos tiene la grabación de una niña que comienza contestando: “Ave María Purísima…”. A uno, que nunca llama por gusto y siempre está en un ajoro, le dan ganas de cometer la blasfemia de colgar sin terminar de escuchar el rosario.

Y qué me dices de las grabaciones que te dan una retahíla de opciones…. Yo, que tengo déficit de atención no diagnosticado, ya en la cuarta opción he dejado de escuchar hace rato. Pongo en altavoz la máquina contestadora mientras hago otras cosas, y allí la dejo, hablándole a las paredes. Caigo en cuenta que ya no la escucho, cuando  la impertinente interlocutora me saca de concentración con un: “¿Sigue usted ahí?” A uno le dan ganas de decirle: “Nooo, no estoy aquí y ahora quéee vas a haceeerrrr.” Pero tengo que resignarme, marcar y empezar de nuevo, porque a esa altura nunca escuché la extensión que tenía que marcar.

En la prehistoria, cuando los teléfonos tenían máquinas grabadoras con microcinta integrada, hacía la maldad de dejar un mensaje en tono natural:  “Hola, te habla Carlos” (para que se supiera quien era) y justo después hablaba disfrazando la voz, imitando una cinta de grabación estirada. Era mi venganza al interlocutor que me hacía hablar con la grabadora. Me conformaba con que al menos uno de ellos botara el casete a la basura creyéndolo inservible.

Pero hay un mensaje que me saca por el techo:  es  de una compañera de trabajo. No la llamo por gusto, sino cuando no hay más remedio y agoto todas las opciones. Pero cada vez que escucho el  “por  favor, no me dejes mensaje. En vez de eso, envíame un email a …”  Oiga, si no quiere que le deje mensaje o no quiere contestar, no le ponga grabadora al teléfono... 

II

Tema aparte: qué me dice de la cajera automática que han puesto en la megatienda que nos machaca que si “puedes hacerlo, podemos ayudarte”.  Para proceder con el cobro  me obliga a poner mis artículos de ferretería en un espacio metálico de un pie cuadrado, que viola todos los preceptos geométricos . "Puedes hacerlo", me dice el rótulo cercano.

Ahí, el que más o el que menos, compra un saco, una paila, piezas largas o alguna mercancía que viene en una bolsa plástica gigante, que nunca coge el precio del escáner. Entonces empieza el suplicio. No falla: siempre los demás clientes son más diestros que uno. Mientras, la máquina comienza a exasperarte: “Comience a escanear”, te ordena. Y uno va sacando las cosas del carrito y colocándolas en el detector de mercancía y la cosa esa te advierte: “No coloque los artículos en el mostrador… Comience de nuevo”.  ¡Que haga quééé! Sin remedio, con los de atrás mirándote por encima del hombro, no te queda otra que pedir ayuda a la asociada estratégicamente ubicada allí para remachar la humillación a la que te somete la máquina y para recordarte que tu inteligencia no da para más, que tienes la capacidad de un fronterizo. Como si hiciera falta…



Siempre pienso qué pasaría si me hago el listo con alguno de los artículos. Pero cruzo miradas con la empleada que ya te mira mal y nunca paso del intento. Ni me atrevo. No sea que la máquina aumente su volumen de voz y ante todos los clientes y empleados me diga: “Coloque los artículos en la bolsa, le digo. Usted cree que me mamo el dedo?”, mientras la guardia de la entrada afila su marcador del recibo que siempre lleva a la mano.

Pero con el cuentecito ese del “puedes hacerlo” han suplantado casi todas las cajeras. Prefiero las cajeras de carne y hueso. Aunque se tarden más, o no se sonrian a veces.  Al menos me entretengo mientras espero, viéndoles las elaboradas decoraciones “rococó” de sus uñas vietnamitas y de paso, les estoy salvando el pellejo. 

III.

Por último, no quiero terminar sin hablar de los ‘yi-pi-ess’. La primera vez que vimos uno, fue en un carro alquilado en el aeropuerto al inicio de un viaje vacacional. Nadie nos dijo que esa cosa hablaba, ni siquiera que estaba alli. Nosotros cinco hablábamos a la vez en el carro cuando, de pronto, aquel aparato apocalíptico con la voz sensual de Sarita Montiel en "El Ultimo Cuplé" nos comienza a dar direcciones…  Del susto, frené como un reflejo en medio de una intersección. Bocinazos por los lados. Dedos en alto asomados por las ventanas de los demás automóviles y saludos a  “your mother”, que no sabía que la conocían por esos lares americanos…   



Postulado #1 de yi-pi-ess: Cuando el yi-pi-ess lo lleve por una ruta y usted lo maldiga con la seguridad de que lo está mandando a rumbos desconocidos, el yi-pi-ess siempre tendrá la razón. Aun cuando te diga que has llegado a tu destino y te vayas de culo de que ese sitio no era.   

Eso me hace recordar la vez que fuimos a una fiesta de campo, a la que habíamos ido ya en una ocasión anterior. El error fue marcar en el aparato la dirección de la ocasión anterior sin percatarnos de que esta vez no era allí.

Empeoramos la selección cuando además oprimimos la alternativa más corta para llegar, por lo que la máquina nos mandó por cuestas, nos bajó por caminos, nos metió por atajos intransitables y hasta subiendo una estrecha cuesta llegamos a parar con la pared frontal de la marquesina de una casa. Como si fuera poco, a mitad de camino hubo que regresar cuando me percaté de que había dejado la cartera y, por tanto, no podíamos llegar con las manos vacías y sin la prometida caja de cervezas para la fiesta.  

Nada como preguntar por una dirección, aunque invariablemente nunca le prestes atención a lo que te dicen. Y aunque las respuestas sean las mismas: “Eso está al cantío de un gallo”, “sigues directo, directo. No vires pa’ ningun la’o”.  “Cuando veas el señor de las frutas en la esquina, te paras y preguntas…”

<Photo 4>

Una vez preguntamos por una dirección. El hombre de la carretera nos dijo: “Sigan derecho, cuando encuentren un letrero de un sitio que venden cuchillos y tenedores, allí es.”

Cuando nos percatamos del rótulo en la carretera, reímos a  carcajadas. No era de tienda alguna, como decía el señor,  sino el que identifica los mesones gastronómicos. 

Esa es la gente de mi país. A la hora de dar direcciones no son tan exactos como la maquinita, pero en trato y amabilidad se los echo a cualquiera. Si pudieran, se montaban con uno para indicarte el camino. Es más, véngase con nosotros, que nos acomodamos… y de paso, abrimos la ventanilla y pa’l carajo el yi-pi-ess. 

No hay comentarios: