jueves, 10 de marzo de 2011

NOSOTROS... LOS DEAMBULANTES

A él lo ví por primera vez sentado en un muro bajito que servía de jardinera en un restaurante de comida rápida cerca de donde vivo. En algún tiempo, tuvo que hacer sido un hombre fuerte, me atrevería a decir atractivo, de mirada penetrante. El  rostro de lo que alguna vez fue, ahora está curtido por el sol, arropado por una espesa barba.

Evidentemente no tiene vicios. Está, lo que se dice, “incapacitado mentalmente”. Lo primero que me llamó la atención fue que no pedía. No es de los que se van detrás, te ponen su mejor cara de pena y te extienden la mano a pedir “la pejeta”, que los hay que la usan para la maldita droga y quienes la piden para comerse un bocado. Se mantenía quieto, sentado, casi agachado, ajeno al mundo que le rodeaba. Hacía un ruido, como una especie de chasquido, pero no con la boca. Me le paré al lado para ver cómo lo hacía, con la excusa de que le iba a dar alguna menudencia. Tenía sólo segundos para ver de donde salía el chasquido y pareció no molestarse. No alzó la vista. Parecía indiferente a mi presencia. Sólo levanto un poco sus manos.

“Toma algo aquí…. Dios te bendiga. ¿Cuál es tu nombre?”, le pregunté.

“Pablo”, me contestó, mientras intentaba mirarme a los ojos por un segundo… lo suficiente para descubrir que el chasquido lo producía un movimiento nervioso que hacía con el cuello.

Me crié en el centro del pueblo. Me conocía a todos los deambulantes y a los que la gente les llamaba por su apodo. “Cascarita”, “Guarapillo”, “Sangreajena”, “Siete Pisos”, “Cepillo”… A “Cepillo”, lo encontraron muerto en un pastizal frente a mi casa de infancia. Fue el primer muerto –y el último- que vi todo cubierto de hormigas.  Mi abuela me enseñó a  tratarlos con respeto y preguntarles y llamarlos por su nombre, si no lo sabía….   

***

Es curioso. Tanto que hablamos de deambulantes y en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española   no existe esa palabra. Como si hubiese una confabulación general para a cualquier precio hacer olvidar que existen, que están ahí, que alguna vez fueron como nosotros, los… (cómo se dice, señor diccionario).



“Milagros. Me llamo Milagros”, me respondió la mujer que se acercó a mi carro para venderme flores amarillas, amarillas… No recuerdo mucho de las circunstancias que me llevaron a conocerla. Sólo que esperaba en mi carro el cambio de luz, el tiempo suficiente para divisarla. Su piel negra le daba un magnífico contraste al pompón amarillo que llevaba en su oreja –como la negra Chanita. Cargaba en sus brazos un ramillete. Cuando se acercó, ví que era casi un despojo humano marcado por la drogadicción.

“¿De dónde sacaste esas flores tan bellas, muchacha?”, le pregunté al bajar la ventanilla.

“Las que están un poco dañadas me las dan en la floristería y me ayudan con eso. Yo las vendo en la calle, en vez de pedir”.

“Bueno Milagros te voy a comprar una”… Asocié el nombre con el milagro de que a pesar de su vicio, pudiera cautivar con su sonrisa y que aquellas flores le adornaran su belleza exótica. Y nunca lo olvidé.

***

No sé cómo pasa, o los motivos que tienen las personas para hacer daño a otros… Pero la vida a veces nos da en la cara de una forma que no te esperas y no puedes permanecer de brazos cruzados. Me pasó en la carretera, a la entrada del vecindario.

Veo de frente en el  carril contrario a un ser que caminaba casi arrastrándose. Por cruel que parezca lo habían cubierto de cemento blanco o cal. Su pelo, su barba espesa, sus brazos, toda su ropa harapienta. Aquel polvo en la cara y en su pelo y barba le daba aspecto de “zombi”. Menos mal que no era de noche. Lo reconocí. Era Pablo, el deambulante. Cuando pude dí un viraje en “u” para cambiar de carril y allegarme hasta él. Me bajé del carro y le llamé. Como siempre, su mirada era esquiva, pero reaccionó a la mención de su nombre.

“¿Qué te hicieron, hombre. Quién te hizo eso?” No me respondió. Parece que intentaba buscar respuesta para sus adentros cruzando las manos contra su pecho, como quien busca protegerse.

“¿No te molesta si pido en el “dealer” una manguera para que te puedas lavar?”… Sin decir palabras  me dio el permiso con un movimiento de cabeza.

Les expliqué la situación a dos vendedores que se encontraban cerca y que observaban la escena desde cierta distancia. Más allá de la petición que les hice, compasivos le mostraron el camino a un baño ubicado en un rincón apartado en el estacionamiento trasero del negocio y le dieron jabón para que se limpiara. Más tranquilo y dejando al deambulante en lo suyo, les dí las gracias a los vendedores y salí del lugar, agradecido de ellos y satisfecho con haber podido ayudar en algo.



De todo eso han transcurrido como diez  años.

Durante todo ese tiempo no les volví a ver: ni a Pablo por la entrada de mi vecindario, ni a Milagros en las  noches, en los predios de la floristería. Llega uno a pensar lo peor….

Por eso, no sabía si alegrarme cuando recientemente me topé con él, con Pablo, pidiendo dinero en el semáforo de un pueblo vecino pero ya más demacrado, más delgado y su piel menos curtida por el sol, pero más por el humo de los automóviles. Los pelos de su barba estaban pegados, como si fueran trenzas.  Le dí algo con un “Dios te bendiga, Pablo”, aunque sigue siendo el mismo individuo que siempre reacciona extrañado a la mención de su nombre, que rehúye, pero no tiene más opción que tener que pedir.

De ella supe hoy. Escuchaba la radio. En el programa de la locutora merenguera tenían como tema de conversación “a quién le estabas agradecido y nunca se lo habías dicho”. En un momento escuché la frase: “la drogadicta que vendía flores cerca de la floristería”. Paré oreja, como se dice y puse toda mi atención en lo que decían. Quien hablaba, una madre soltera, narró evidentemente emocionada de cómo en una noche se le acercó Milagros a venderle flores y  no tenía dinero para comprarle algunas. En cambio, en su desespero  se desahogó  con aquella mujer presa de las drogas y le contó de la desesperante situación de salud por la que atravesaba su hijo. No tenía ni para comprarle medicinas. Como se dice por ahí, se juntaron el hambre y la necesidad.

Las dos se conocían, pues eran del mismo vecindario. Al amanecer, Milagros se le presentó a la puerta de su casa con la cantidad exacta para que pudiera comprar el medicamento, producto de la venta de flores de esa noche. “Es que me regalaron más flores”, le dijo. El resto del dinero, ya  Milagros sabría para qué usarlo.

La radioescucha hablaba ahogada por el llanto y ante una pregunta de la locutora dijo al despedirse: “Quisiera buscarla y agradecerle, pero la vida no me daría para ello.”

Otra  radioyente llamó luego y aseguró que Milagros logró rehabilitarse, solita, que era costumbre de ella  ayudar a otros con la venta de las flores y que hoy acude fielmente a una Iglesia y le sirve activamente al Señor.

Y yo acá, petrificado, con el mapo en la mano, llorando emocionado y dándole gracias a Dios por la huella que dejó en la vida de otros la vendedora de flores amarillas, amarillas y en la lección de vida que nos han dado. Pablo nos enseña compasión; Milagros nos grita que siempre hay esperanzas.

Como Pablo y como Milagros, otros mendigos, o “bones” o como se llamen, están ahí afuera todos los días. Sabemos del sitio que puntualmente nos esperan y somos nosotros los que les rehuimos a la compasión, “nos hacemos los locos” y vamos por la vida vagando, como si no existieran.

Ellos están. Nosotros, vamos y venimos.

Nosotros… los deambulantes.  




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