jueves, 10 de marzo de 2011

EL COMBO AGRANDADO

Allí no cabía un alma más. La Terraza que sirve de comedor a medio país en el centro comercial estaba hasta más no poder.

Me acomodo en la que juraría era la única silla disponible en ese momento, con la prisa que da el hambre y ante el hecho de llevar una bandeja con lo que uno puede pagar para comer –que no es lo mismo que lo que uno quisiera comer.

Pues así estaba yo, antoja’o y “verde del hambre”. Pues como iba diciendo, ya con la silla asegurada me como una papita para abrir embocadura. Comienzo con el ritual de la salsa (rotito pequeño para que salga fina del sobrecito), la sal  por encima de la salsa y el sorbeto.

Es justo ahí, cuando estoy a punto de dar el primer mordisco… el tiempo se detuvo.

Siento un silencio repentino y el murmullo de la gente se escucha ahora bieeeen lejos. Yo no podía creer lo que veía. Me tuve que haber quedado con la boca abierta cuando me percaté que allí estaba, asomada por el hueco del espaldar de la silla anaranjada de aquel megacomedor: la maldita, asquerosa y repulsiva raja pelúa. Señores, no hay derecho. Por qué tiene uno que soportar a la gente con esos pantalones de bajo entalle que se empeñan en  enseñar la ATH cuando se sientan.

No sé por cuánto tiempo me quedé con la boca abierta a punto del bocado, mirando fijamente aquel adefesio que amenazaba con matarme el hambre.  Y el don, concentrado en su comida de espaldas a mí, ni se enteraba del espectáculo culinario que estaba dando a la vista de todo el mundo.

Me quise hacer el loco, pero era casi imposible masticar bocado sin ver aquello. Intenté buscar otra silla, pero el sitio estaba “tepe  a tepe”. Traté de alcanzar a ver el plato de comida del vecino exhibicionista, comprobar si le faltaba poco para irse, pero nada que ver.

Mmmm! Qué ricas son las papitas fritas acabadas de hacer… Pero no me dejaba concentrarme en mi comida. Ni siquiera tenía a alguien para conversar y distraer mi atención. Aquel mazo de carne en sobrepeso se imponía en todo el panorama.  



“Come, que se te enfría”, me pareció escuchar a mi madre regañándome desde el más allá.  Estuve a punto de pararme y decirle: “Mire señor, súbase el pantalón que se le ve la verija”, pero no quise llegar a tanto. Ya hace un par de días mataron a uno en el comedor de un centro comercial y sabrá Dios si fue por lo mismo. Ahora que recuerdo, al sospechoso le dicen John Nalgas.

No sé si a todo el mundo le pasa igual pero en esas circunstancias mi cerebro empieza a ser demasiado creativo con la imaginación y a hilvanar escenas, ninguna decente ni descriptible.  Cerca de allí habría alguien contemplando el tatuaje de una mariposa estratégicamente asomado en una sensual espalda baja.

Pero a mí me tocó tener de vecino de mesa a aquel “troquero” con estrías en el culete que se dejaban ver sobre un calzoncillo, creo que bóxer, con el elástico de la cintura desgastado, más que eso estirado. Y lo que es peor, con el calzoncillo al revés, -que ni la decencia tuvo que ponérselo al derecho- por fuera asomándose el sello “de las frutas de la etiqueta que habla…”, como decía el viejo anuncio. Y bajo todo eso se asomaba rebelde la fisonomía de una oscura hondonada en caída vertical  en medio de aquellas guaretas. Trato de borrar la imagen en mi mente, pero se resiste.

No hay derecho señores. Por qué uno no puede comer tranquilamente sin ningún disturbio visual que me impida  saborear un buen bocado ni me provoque náuseas o pesadillas. Tal como hicieron los bancos, que se apuntaron una al prohibir que clientes hicieran transacciones portando gorras, gafas o hablando por celulares, deben vedarse en los sitios públicos a los que usan pantalón de bajo entalle que le enseñen a todo el mundo lo que se ve “allá en el rancho grande”.

“Oh no, que se va a parar. No lo hagas. No te inclines. Deja la silla así, no, no, no… Ugh qué asco, foooo!!!”

Trato de mantener la compostura, de pensar en algo para no arquear y vomitar allí mismo…  El estómago  se revuelve. Sudo frío. Al reacomodar la silla en la mesa el don me mira por un segundo. Cruzamos miradas y ajeno a mi agonía se despide y me dice algo que escucho como si fuera venido de ultratumba, en cámara lenta: “! B u e n   P r o v e c h o !”

Me tomó de sorpresa. Tanto que no pude decirle: "Para eso me lo echo". 

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