miércoles, 9 de marzo de 2011

!!!PEND... ZUACOS QUE SOMOS!!!

¿Y quién no? Mi esposa siempre me echa en cara cuando en víspera de nuestra boda, me arrastré como serpiente rastrera por el piso del cuarto de mi futura suegra al intentar huir de una amenazante salamandra que apareció de la nada, mientras yo ayudaba a sostener el ruedo del traje de novia, al que le hacían unos arreglos finales.  Sólo tenía una opción digna: disimular y callar… mapear aquel piso arrastrando mis pantalones o en última instancia correr despavorido, como vieja sin refajo.  

Intentaba mantener la compostura. “Cómo lo hago… Me paro lentamente… y si se mue… Carajo, me va a brincar encimaaaa!!”, pensé calculando movimientos justo cuando aquel pichón de caimán se movió con toda la intención de brincarme encima, abrir sus mandíbulas y arrancarme la nariz de un mordisco. 

Y allí quedé yo, el novio. Desenmascarado y al descubierto en toda mi cobardía ante la novia, la suegra y la tía, a poco menos de 24 horas de casarme. Es que no me gustan las salamandras, sobre todo verle esa repulsiva transparencia de su piel.  Lo mío es herencia de las mujeres de mi familia, que les aterraban dos cosas: los truenos y los lagartijos, los que mi mamá a los grandes les decía “El Cabezón”.


Pero si hay algo peor que tener miedo a una pequeña sabandija es tener miedo a una pequeña sabandija… y encima de eso estar más ciego que el ojo de una aguja.

Como le pasa a la Musa de mis historias, cuya seguridad a la hora de enfilar sus cañones contra una de esas criaturas que le salen al paso en los momentos menos oportunos, es diametralmente proporcional al porcentaje del grado de visión que va perdiendo y no lo quiere aceptar.  


Hace unos meses estaba en la cocina, cuando de momento interrumpe lo que estaba por hacer, me agarra del brazo y me advierte: “No te muevas”. Petrificado quedé. En esas circunstancias y ante esa seguridad, uno tiene que hacer caso y más sin no sabes de donde viene el peligro.

Pero ella lo veía allí, en el piso. Lo que era, se movía y se quedaba quieto. Se movía y se quedaba quieto… y repetía el mismo patrón de movimientos. Tenía que ser sobrenatural, porque estaba inmune al pote de insecticida con que se le estaba literalmente ahogando… Se volvía a mover, pero ahora le daba trabajo porque se le pegaban sus “alas” en el líquido del piso.

“La condená cucaracha esa no se muere. Dame la chancleta”… Yo no podía creer lo que escuchaba.  ¿Me estaba vacilando?  “¡Que me deessss  l a  c h a n c l e t a!”, insistió.  

Me puso esa cara que me da la inequívoca seguridad de que va en serio.  Pero antes de que partiera la chancheta contra el piso la desarmé, al hacerle entender que la supuesta cucaracha no era tal, sino una cáscara de cebolla que se movía en el piso con el aire del abanico oscilante.

En otra ocasión, una noche me levantó azorada. “¡Despierta que en la puerta de entrada hay una tarántula!”. La mención de la tarántula me sacó del sueño inmediatamente, pero cuando enseguida entré en razón, aunque soñoliento, empecé a argumentar.


“No me despiertes así, chica. Cómo va a ser una tarántula, si aquí no hay tarántulas”. “Que es una tarántula te digo”. “Será una araña pelúa”, le decía, mientras me sacaba casi a tirones de la cama. “No chico, yo sé lo que es una araña pelúa, pero le tiro cosas y en vez de alejarse, lo que hace es acercarse más a la puerta… Le he tirado con todo lo que he podido”, me decía, mientras me hacía gestos de cautela, para que abriera la puerta poco a poco…

Efectivamente, el piso tenía rastros de que alguien había tirado bolitas de papel, una revista, muñecos de los nenes y hasta lo que fue un periódico y al final… allí estaba aquello. Enfoqué bien y claro que me tomó por sorpresa. Evidentemente no era una araña pelúa, pero por su tamaño casi cualificaba para tarántula. No la culpo, bueno casi. Cerré la puerta en un segundo, no fuera que aquello pudiera entrar.  Muchos años han pasado de eso y todavía me pregunto:  

“¿Qué diablos hacia aquel envalentonado cangrejo en la puerta de entrada de la casa?”



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